lunes, 7 de noviembre de 2011

Los impacientes

En mi estantería de libros pendientes tengo volúmenes que no he podido leer porque se me han acumulado las lecturas, aunque en algunos casos lo que está ahí es porque no ha encajado todavía con el momento y la temperatura adecuados.


No solo influye en la decisión de qué libro será el siguiente que lea la experiencia que quiera vivir, el tiempo que quiera ocupar en su lectura, el tipo de mirada que tenga últimamente, con más ganas de ensayo, de ciencia-ficción, de novela española o quizá inglesa. Esta última me gusta a partir del XX, si no, me aburre. Sin embargo, adoro la novela decimonónica española, que me lleva al sofá, a la manta en invierno, al recogimiento que produce este tipo de lectura.


Es fascinante la lectura por temporadas. Si quisiera empezar a releer Fortunata y Jacinta, nunca lo haría en verano, tampoco La Regenta. Son lecturas de invierno y como mucho podrían aguantar una primavera fresca, pero no un caluroso verano, no una lectura al sol o en la playa, que la novela negra tan bien soporta. Y así, un autor sueco y frío –en temporada y estilo, los ambientes siempre estremecedores para situar la acción de la novela– como Mankell soporta el calor y el verano debido, supongo, al género que trata.


Leí la trilogía de Larsson un verano que por muchas razones no olvidaré. Fue, además, uno de los veranos más calurosos de los últimos años en Madrid y sin duda estará para mí marcado por esa lectura fría, sobrecogedora. Pero a los realistas del XIX, casi sin excepción, prefiero leerlos en invierno, junto a la ventana desde la que veo llover o nevar. Si hay sol radiante prefiero abrigarme bien y leer al aire libre, y entonces el Retiro es el lugar perfecto para seguir las aventuras y desventuras el universo interior de mis heroínas Fortunata, Ana Ozores o Emma, tan fuertes y débiles a un tiempo como yo misma.


Ayer comencé –por fin– Guerra y paz, un clásico que llevaba tiempo en la estantería de los pendientes esperando su turno. Fue un regalo y deseaba hacer honor al hecho de que lo fuera. Intento leer antes los libros que me regalan que los comprados por mí, pues me gusta comentar lo antes posible con el amigo que me lo regaló el acierto o desconcierto de su elección. Las primeras páginas de Tolstói me confirman que he elegido bien, que este es el momento y no habré de aparcar de nuevo la novela, dejarla en reclusión con el resto de sus compañeros que esperan ser leídos, pues para eso nacieron.


Los hay más sabios –son los de segunda mano– que tranquilizan a los nuevos, a los que vienen directamente de las tiendas, de las librerías, impacientes por ser abiertos y olidos y por fin comenzados. Llegará, si no ahora, en la estación adecuada, el momento de hacerlos crujir al abrirlos y estremecerlos.

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