sábado, 31 de diciembre de 2011

Deseos

¿Difícil escribir algo hoy porque he de recapitular un año? Bueno, en realidad no. No quiero hacer una lista de cosas buenas y malas y chorradas así, ni mencionar excesivamente el tópico del fin del mundo que se avecina con el nuevo año, pero… ¿y si fuera cierto? Entonces es como el juego de soñar a qué harías si te tocara la lotería, en el que a la gente se le van los ojos a las alturas describiendo los caprichos y placeres más insólitos, los deseos más ocultos a veces tan simples que ni nos lo imaginamos.

Tengo un deseo para el 2012. Yo también. Es muy íntimo, así que no me voy a poner a escribirlo aquí sin más, pero tiene que ver, como todos los deseos, con la libertad y el afecto. Nada hay mejor y más olvidado por obvio para países como el nuestro que ser libre para ir a donde a uno le plazca sin tener que dar explicaciones a nadie y que alguien te quiera de verdad y se preocupe por ti.

La soledad puede ser maravillosa, soy una defensora ferviente de la soledad, pero siempre de la elegida, en el momento que uno la necesita. La otra, la fea, la que te acompaña allá donde vayas incluso estando acompañado es la demoledora que te recorre la espina dorsal y se instala en tu cerebro sin que haya manera de arrancarla, como un mal bicho.

He conocido a personas que han huido de la soledad como de la epidemia más espantosa, como de una enfermedad mortal. Se han rodeado de gente, han compartido sus vidas y al final han tenido que reconocer que se perdieron, que lo que necesitaban era estar solos un tiempo para volver a poder compartir con alguien y ser de nuevo “acompañados” en sus vidas. Bien, ha llegado el momento de compartir para mí, pero no sé cómo hacerlo, porque entre soledad y soledad se pierde la costumbre. Esperemos que el 2012 venga cargado de buena compañía y con manual de instrucciones, por supuesto.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Fantasía en la oscuridad

Hay directores de cine que valoro por su trabajo y analizo objetivamente. Otros son mi debilidad, e independientemente de lo que hagan me fascinan cuando están detrás, sean productores, directores o guionistas, su sello va a estar ahí, su toque se percibirá desde las primeras escenas, desde la propia presentación.


Después de ver El laberinto del fauno me quedé impactada con Guillermo del Toro, pero ha sido con Don’t afraid of the dark con la que he sentido que realmente algo muy fuerte me unía a su visión del mundo y con la que he percibido lo oculto que hay detrás de la fría y aparente realidad que vivimos, un más allá o más acá que perturba y atrae como no lo podrá hacer jamás la realidad pura y dura. Por eso existe el terror, las leyendas, los seres extraordinarios, porque explicar el mundo tal y como es y vemos es muy aburrido, había que creer en algo más.


La historia en la que Guillermo del Toro participa como guionista, inspirada en la serie de los 70 con el mismo nombre, no es un gran misterio ni pretende romper moldes y ser novedosa y original en el argumento, aunque posea todos los componentes que podían atraer al cineasta y que constantemente llenan su obra. El desarrollo de la trama, la luz, el color, la fotografía y la estética enmarcados en una estructura sencilla y reconocible pero adecuada a la trama, hacen que se disfrute de la película sin percibir el tiempo pasado frente a la pantalla, sin sentir más que el sentimiento de la propia protagonista, una niña prodigiosa en el papel, con la que nos sumergimos en el temor infantil a la oscuridad pero no a lo sobrenatural y con la que simpatizamos inmediatamente. Sus pucheros y la expresividad de su rostro la hacen más frágil y más creíble, el sufrimiento innegable.


La película es un cuento de hadas terrible, al modo de los de los hermanos Grimm o de Andersen, que no acaba bien porque no puede ser de otro modo tal y como está planteada la trama, pero cuyo final, como en todo buen cuento de hadas, posee luminosidad a pesar de la maldad y las pérdidas de seres queridos. Se respira ese continuar de la vida positivo y deja de manifiesto la existencia de la magia, que es inexplicable y que nos rodea desde tiempos inmemoriales. Saberlo tranquiliza, a mí al menos.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Enferma

Veo a los jubilados desde aquí paseando tranquilamente al sol. Hay niños diseminados por todo el parque y un pequeño gato apoyado en una cornisa, en un sobretejadillo del edificio de enfrente. La fuente está cargada de luz porque justo a esta hora el sol ilumina los chorros que salen de la fuente, empujados con viveza por algún sistema hidráulico que desconozco. No importa saber el cómo, el efecto es bello.

Más allá aparecen las figuras de dos nadadores, que aún con el pelo mojado, regresan de sus nados matutinos. Más allá, del otro lado de la plaza, veo a un par de corredores, y por el aspecto seguro están entrenando para la San Silvestre del domingo en Madrid.

Estoy enferma y desde mi ventana veo lo que he descrito. Es mucho, podría ser peor. Podría vivir en uno de esos pisos altos frente a la M30 en los que no distinguiría figuras humanas ni escucharía el ruido de las fuentes y de los pájaros, como ahora. Hay pocos, eso sí, en primavera es un no parar de trinos.

Madrid es una ciudad provinciana que puede resultar inhóspita pero que tiene barrios como este en los que de pronto parece estés en el decorado de una serie, con todos los detallitos típicos, el frutero, el panadero, los perritos y los niños jugando, el bar con la terracita. En fin, la vidilla interior de una gran ciudad. Mi consuelo estos días es que hay un sol luminoso y radiante que quizá me permita bajar al parque, sentarme en un banco y observar más de cerca lo que veo de lejos desde mi ventana privilegiada.

Añoro el trabajo y los compañeros. Qué terrible la enfermedad, ya no me acordaba. Correr, nadar, caminar, vibrar. Estoy mustia y apagada, necesito estar bien. Puedo introducir un nuevo alimento cada día. Hoy toca zanahoria. Espero, pues, que de aquí al domingo pueda tomarme las doce uvas y celebrar el año nuevo.

martes, 27 de diciembre de 2011

Pero ha pasado

No sé cómo ha podido pasar, pero ha pasado, ha sucedido lo que temíamos y algunos ansiaban para tener el poder de refilón en sus manos. Imaginad la pesadilla. El peor presidente del gobierno de la democracia, chulo, tirano, agresivo, beligerante, racista, fascista, expulsado por el pueblo con su voto en las urnas y cuya mujerzuela ha llegado a decir frases como: “El Papa debe tener la misma libertad de expresión que el indignado de Sol”, que es como mezclar churras con merinas o confundir peras con manzanas, como ella misma hizo aquel otro día famoso, vuelve a través de la alcaldía de Madrid.

El caso es que este ser está aquí, y en consecuencia su esposo, cuando uno va por la calle y se cruza con personas que parecen normales y que jamás estarían de acuerdo con las ideas de esta mujer por llamarla de algún modo -me ofende el término por lo que comparto-. Es paleta y osada, sin ser consciente de las barbaridades pronunciadas que acabaremos sintiendo y no solo escuchando, y si no, espera a que llegue el Día del Orgullo Gay, por ejemplo. En la entrevista que le hizo El País, a propósito de la manifestación ciudadana en contra de la visita del Papa dijo que le parecía como si la gente se manifestara en contra de la marcha de las carrozas el Día del Orgullo Gay. Comentarios como estos, comparaciones sin criterio, infantiles, poco serias, delatan el espíritu de esta señora. Esto es lo que nos espera sin haberlo pedido porque muchos de los votantes del PP votaron a Gallardón y ahora les endilgan a la chunga, la mujer del jefe, la palurda ignorante.

Miedo me da, miedo, no sé como ha podido suceder.

lunes, 26 de diciembre de 2011

El arte de regalar

Hay días en los que quieres concentrarte en la lectura y no eres capaz de leer dos líneas seguidas sin tener que volver atrás, releer de nuevo, intentar entender, porque en realidad estás pensando en otra cosa. Lo más práctico es darse por vencido y cerrar el libro, te evitas la angustia de ir adelante y atrás una y otra vez. La concentración es a veces un lujo.


Ayer por la noche, después de una Nochebuena maravillosa en la intimidad y el afecto más profundo endulzada con tiramisú casero y una deliciosa fragancia nueva en mis muñecas, regalo de Noel, y de un largo día de Navidad cargado de emociones, era incapaz de relajarme, de repente sola en casa. Miré los regalos recibidos, olí los nuevos libros, visualicé el sorprendente envoltorio en celofán de una cesta azul llena de tomos nuevos, entre los cuales estaba la novela de Manuel Rivas, Los libros arden mal, dedicada por el autor, acompañada del dibujo de una herradura hecha con pluma por él mismo. La maravillosa edición de Las zapatillas rojas de Andersen de la editorial Impedimenta se encuentra también entre los volúmenes. El regalo incluye la ilustración que un artista gallego ha hecho para una de las librerías más especiales de La Coruña, la Librería Colón.


La cesta es de plástico azul trenzado y está rodeada por lazos de tela de los que cuelgan distintos objetos que mi hermana ha ido añadiendo al regalo principal, los libros. Cada uno de los objetos es precioso y preciado: una taza de té, dos cacharritos para infusiones, uno representa una fresa y el otro es de acero, moderno. Una jarrita blanca para la nubecita de leche que incluyo siempre en el té, unos guantes negros con pequeños lunares blancos que quería y habíamos visto juntas, mi hermana y yo, cuando viajé a La Coruña, un pincho USB del que cuelga una menina y que contiene los vídeos de mi sobrina desde que nació.


Es un regalo tan único que me siento incapaz de leer, de dormir siquiera, tengo que asimilar algo tan bello y generoso. Me apabulla el arte de regalar de mi hermana, que ha revelado su parte creativa a través del obsequio, del detalle. Unos se expresan con el dibujo, la escritura, tocando algún instrumento. Otros lo hacen con lo que regalan y preparando las cosas más simples para que resulten hermosas. Es mi hermana mayor y mi madrina, pero quizá sea en realidad mi hada madrina, la que ha concedido mis deseos esta Navidad.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Los regalos a uno mismo (II)

Hay formas y formas de comprar, y en Navidad hay muchísimas. Y al igual que hay muchas formas de regalar hay muchas formas de envolver esos regalos comprados.

En algunas tiendas se esmeran en ofrecerte el paquete perfecto, con la pegatina más original y el lazo más bello. Delicado, fino, sin excesivos brillos y esas horribles etiquetas de “Felicidades” que aún usa El Corte Inglés, anticuado y vintage gran almacén donde los haya. Pero en otros invierten en el envoltorio y si no tienen mucho tiempo introducen en la bolsa de tu compra otra bolsita en la que tú mismo podrás depositar el regalo. Si quieres adornarlo con moñita o lazo ya depende de ti.

Me encanta poner todos los regalos comprados encima de la mesa del comedor, hacerme con papel de celo, de regalo y tijeras y empezar a envolver. En un cajón tengo los añadidos de todo tipo, unas campanitas, moñitas, lazos de colores y grosores distintos, pegatinas con motivos navideños que pueden representar una cajita minúscula de regalo o un bastoncillo de rayas con un muñeco de nieve. Los detalles son importantes, más que el propio regalo, y esto también lo aprendí de mamá, que era única a la hora de presentar los regalos el Día de Reyes. Recuerdo el mejor año, el del cochecito con el muñeco, para el que cosió un colchón con sus sábanas y su manta, todo hecho por ella misma, y seis volúmenes de la colección de los libros de Celia, atados con un lazo rojo o azul, no lo recuerdo, sobre papel transparente.

Los años van pasando y los Reyes cambian. En estos últimos, al levantarme no hay nada en el salón, aunque siempre he albergado la secreta esperanza de que un día apareciera algo entre los cojines del sofá, donde se supone que el Rey Baltasar me ha dejado algo, pero enseguida me preparo para ir a casa de mis padres a recibir lo que allí sí sé que hay.

Una sana costumbre que recomiendo y hago desde hace tiempo es regalarse a uno mismo, un día cualquiera, no tiene que ser por estas fechas. Así pues, si una tarde de compras te haces con un libro bonito, no lo pagues únicamente y te vayas, pide que te lo envuelvan para regalo y al llegar a casa ábrelo, valora la compra, aprecia el detalle contigo mismo. Puede sonar absurdo pero funciona, es hasta emocionante. Hay un capítulo de Mr. Bean al respecto una mañana de Navidad con un osito de peluche. Pues eso, que mola, y nadie lo va a hacer por ti. Felices fiestas.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Los regalos a uno mismo (I)

Es un día especial hoy porque no parece Navidad. No hay peladillas ni polvorones a la vista, no hace frío navideño –ayer tarde parecía casi primavera en Madrid– y las borracheras y comilonas han sido comedidas, tanto que no estoy harta, como otros años por estas fechas. Como tampoco me ha tocado la lotería ni he visto ninguna noticia relacionada con los premiados –aborrezco su felicidad suertuda, no puedo evitarlo, no me alegro por ellos, quiero que me toque a mí– parece un viernes de vuelta de Navidad, de enero precioso que me sugiere una caña o dos antes de asumir el fin de semana familiar que este año me apetece, mira tú, no estoy tan asqueada, quizá porque hace menos frío, sol y el deporte forma parte ya de mis costumbres cotidianas y las endorfinas disparan mi alegría y mi vitalidad.


Lo que empezó como un hábito sano caminando una media de veinte minutos o media hora al día se ha convertido en parte de mi vida y de mis momentos preferidos que voy compartiendo con la gente que me rodea, que me acompaña a veces y me anima en mis carreras mañaneras y nocturnas por el Retiro y en mis clases de natación. Como además dejé de fumar –otra decisión maravillosa, otro asqueroso hábito absurdo fuera–, el resultado es increíble.


Es importante sentirse bien, y en contra de lo que piensa la mayoría, que los que hacemos ejercicio es por estar en forma física, he de decir que sí, te mantiene en forma pero además te mejora el ánimo, te equilibra, elimina el estrés y te hace dormir mejor. En fin, que lo tiene todo. Eso sí, engancha como el mejor tabaco y el buen vino, cuando lo pruebas no puedes dejarlo o hacerlo requiere de mucho empeño. Es maravilloso y hace que te sientas tan libre y dueño de ti mismo que no parece que sea Navidad y haya obligaciones que cumplir. Es el mejor regalo que me podía haber hecho en la vida.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Todos los tiempos pasados…

Y terminaría diciendo: “fueron peores”, no por uno concreto que odie especialmente o por atacar a una época en particular, solo porque es pasado. Comentaba Saramago que estamos hechos de pasado y que no podemos renunciar a él, pero mirando hacia delante, no recordando, añorando y lamentando lo perdido, añadiría yo.


No podemos estar recreándonos en lo que fuimos o divirtiéndonos o riéndonos con las estupideces y la tara mental que tenía la sociedad española en los años en los que transcurre la serie Cuéntame, por ejemplo, que insólitamente ha tenido tanto éxito.


No lo comprendo. Es como que te guste la Navidad, el “vuelve a casa vuelve”, las peladillas, los polvorones o los villancicos. Rancio, rancio, rancio. Así nos va. Aborrezco todo lo que es viejuno y trasnochado aunque puedo entender que para alguien resulte entrañable –un viejo, quizá–, esa nostalgia tan española de lo eminentemente español. Quizá afirma, da confianza –o eso parece–. En tiempos de crisis parecen volver con más fuerzas las tradiciones, como si la funesta economía pudiera taparse con un parche patriótico.


A mí me pasa al revés. Cuanto más me alejo del tópico y de las tradiciones, más cómoda e independiente me siento, más suelta, más persona, más solidaria, menos endogámica. No se puede vivir de lo chusco o pintoresco de un país sino de lo que es capaz de hacer y de cambiar incluso, de su proyección al futuro.

martes, 20 de diciembre de 2011

Hablar bien

Escribir unas líneas cada mañana tiene la magia de poder verse uno mismo pasado el tiempo a través de lo que se ha escrito sobre tal o cual tema. Si hubiera una memoria para las frases de los políticos que nos representan, un espacio solo destinado a sus frases y lindezas para que fueran guardadas y nunca olvidadas, seguramente no estaríamos donde estamos.


Hablar bien es muy importante, y con ello no me refiero a hablar sin equivocarse, que también, sino a hablar con convencimiento, inteligencia, argumentos y un discurso coherente y ordenado. Las intervenciones de ayer de Mariano Rajoy en el Congreso fueron las de un alumno aplicado con poca imaginación y creatividad. Da mucho miedo y reparo cuando estás acostumbrado al humor inteligente y a las reflexiones atinadas, escuchar al líder de un partido político que ha ganado unas elecciones y te va a representar, hablar tan mal, con la pausa falsa, impostada, que obviamente no indica meditación o duda antes de continuar con el discurso, sino poca labia para expresarse, poca soltura e improvisación, y como el antiguo Aznar, mucho tono ofensivo y chulería paleta, viejuna, de la que le gusta a la derecha que le ha votado.


Hablar de hablar bien, con convencimiento y honestidad es, sin embargo, anticuado, no procede. Cuando lo comentas como algo positivo no todos te entienden y pocos son los que una vez se lo explicas les importa.


Con la eliminación de los lunes festivos que pasan al fin de semana no sé si nos pareceremos más a Europa, pero ya puestos nos podríamos parecer en inteligencia en los discursos, en el número de librerías por metro cuadrado –es vergonzosa la diferencia, por ejemplo, de Madrid con otras ciudades europeas– o en el ansiado horario laboral continuo que no te haga perder dos horas para comer.


En fin, que escribir me da una perspectiva de mí misma, y sin duda escuchar con atención lo que dicen y cómo los políticos, una mucho mayor de la sociedad en la que vivo.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Del amor al odio

Dice Punset en uno de sus ensayos que no es lo contrario al amor el odio, sino el desprecio.


Aparentemente nadie te confesaría su desprecio por un ex o por su pareja, a la que ya no ama, pero sucede. Cuando se deja de amar, lo que era el otro se difumina hasta que cualquier cosa que haga es motivo de réplica, queja o crítica.


El desprecio no se da solo en el desamor sentimental entre parejas, sino en el desamor con los demás, conocidos o no. Despreciamos a los otros cuando hacen cosas distintas a las que haríamos, cuando hablan un idioma que no entendemos o que nos chirría, cuando se expresan en un tono distinto al nuestro, cuando no sonríen y a nosotros nos gusta la gente que sonríe, o al revés, cuando sonríen demasiado para la seriedad que deseamos de las personas a las que tratamos, la misma que tenemos nosotros cuando hablamos. También cuando alguien viste diferente o tiene el color de la piel más oscuro de los deseado, incluso si es muy claro, tipo albino, es raro y tampoco nos gusta. Cuando... lo que quieras.

Todo es motivo de crítica si nos empeñamos, sobre todo si nos empeñamos en ver las diferencia como algo negativo y no positivo, enriquecedor, complementario, que curiosamente es lo que nos lleva a amar precisamente a quien pensábamos que nunca amaríamos al ser tan diferente a nosotros. Son muchas veces las diferencias las que nos atraen y no las similitudes.

Hay tanto para despreciar en una persona como lo hay para amarla. Es cuestión de actitud y de intentar ser positivo. Y buena falta hace.

sábado, 17 de diciembre de 2011

El número marcado...

Sueña que al ver los pisos de alquiler que le manda la agencia inmobiliaria a su smartphone cada día que hay una novedad, ve el suyo con las fotos de sus cosas expuestas a los demás para ser alquiladas junto con el piso.

Despierta de la pesadilla pero inmediatamente empiezan las primeras llamadas para ver el piso, y aunque se empeña en explicar que no se alquila, que ha habido un error, el teléfono no deja de sonar en toda la mañana. En una hora está intentando localizar a un casero que no existe, y cuyo número de pronto no es válido, no hay nadie al otro lado más que una voz que le dice que el número marcado es incorrecto. El teléfono continúa sonando día tras día mientras desesperada sigue respondiendo que no se alquila el piso, que ella es la inquilina y no la dueña.

Intenta ponerse en contacto con la agencia y decirles que ese piso no es suyo y que desde luego nadie pretende alquilarlo, que ella vive allí muy a gusto y no tiene intención de marcharse, de ninguna manera, que solo se había puesto en contacto con ellos por si le ofrecían algo mejor que pudiera acoplarse a su precaria economía actual. Sin embargo, como con el teléfono del casero, tampoco le cogen el teléfono al otro lado y una voz le dice que no existe el número marcado. Verifica las cifras, una a una, pero vuelve a responder la misma voz diciendo lo mismo. Finalmente, decide no hacer nada, continuar con su vida, como si no estuviera sucediendo nada insólito, respondiendo a ratos llamadas, cuando le apetece coger el teléfono, pero la mayoría de las veces dejándolo sonar. Ya no contesta muchas veces ni siquiera las personales, las de la familia y los amigos.

Y sin embargo, un buen día el teléfono deja de sonar, no más llamadas que responder. Al principio piensa que se han cansado, y como las llamadas personales son pocas no le extraña su silencio. Sin embargo, a los dos días, y para verificar que todo va bien, se llama a sí misma y tras tres o cuatro tonos oye la voz metálica de siempre diciéndole que el número marcado no existe. Cuelga el aparato sin sorpresa. Es consciente de que la que ya no existe es ella.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Mis terrores favoritos

Aprecié el horror que encierra Las zapatillas rojas de Andersen durante la enfermedad. Entre la fiebre y la debilidad, en el cuarto del que fuera de mis abuelos, en la casa de Santiago en la que pasábamos las Navidades, me estremecía bajo las sábanas mientras los demás cenaban en el comedor. Oía los ruidos de las copas, las voces a lo lejos, y entonces apareció mi hermano mayor, al que pedí que me leyera Las zapatillas rojas de una edición de Alianza cuya portada mostraba una ilustración para La sombra, el cuento que daba título a la antología.

Aún oigo su voz leyendo con calma, sin prisas, entregado a la causa, tierno, entrañable, como siempre. Un consuelo el cuento y la lectura a pesar de lo terrible de la historia, que en aquel momento, seguramente, me iba a provocar más pesadillas que calma pero que no podía evitar leer y pedir que me leyeran, como en este caso, una y otra vez.

La pequeña Karen, una niña huérfana a la que adopta una gran señora, cae en la tentación de ponerse unos zapatos rojos para ir a la iglesia en vez de los negros y será castigada por su vanidad. Sus pies comienzan a bailar al golpe de suela de un viejo soldado que pide en la puerta del templo y entonces no parará de bailar, los pies moviéndose solos sin que ella pueda evitarlo, por campos y carreteras, baila que te baila, llenos de sangre ya y doloridos. Finalmente pide al soldado que se los corte y este lo hace encantado. Los pies se pierden en el bosque sin dejar de moverse, bailando dentro de los zapatos mientras Karen los ve alejarse, horrorizada. Expía así su vanidad y su coquetería. Este es, en resumen, el cuento que con diez años me conmocionó.

Fue también mi hermano el que me recomendó siendo yo aún muy niña El caso de Charles Dexter Ward, de Lovecraft. “Léelo seguido, sin pausas, ya verás”. Me encerré en el cuarto y así lo hice, nerviosa y emocionada. Nunca lo olvidaré. Desde entonces, Lovecraft pasó a ser uno de mis autores fetiche y convirtió la literatura de terror en una de mis favoritas, como lo era de mi hermano. Aún compartimos ese gusto por el miedo, las historias de terror y las lecturas en voz alta.

Ni Andersen ni Lovecraft eran autores para niños pequeños pero sin duda eran otros tiempos en los que los niños leíamos sin censura por edades lo que caía en nuestras manos. Eran tiempos en los que los niños leíamos, punto, y nos gustaba y teníamos hermanos mayores. Ahora no se lee igual y lo que leen los niños está expresamente elaborado para ellos por edad y condición, minuciosamente analizado el contenido. Además, ya es raro que haya hermanos, ni mayores ni pequeños, que les lean cuando están malitos, solo la soledad entre las sábanas del hijo único.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Mitades

La mitad de un caqui, las dos mitades de un melón, tu media naranja, el medio sándwich, media ración, medias tintas, mitad y mitad… Nos pasamos la vida dividiendo y divididos, buscando la otra parte, la que nos falta y nos completaría. Cuando tu amor, tu amigo, tu compañero desaparece o está ausente, una parte de ti –casi seguro la mitad, o más– se va con él y hay que rellenar de nuevo el hueco. Es bonito, sin embargo, que parte de lo que somos, aproximadamente una mitad, permanezca imperturbable, haciéndonos ser nosotros mismos, y que otra vaya cambiando y modificándose con nuevos amores, nuevas amistades, nuevas experiencias, con idas y regresos.


Es más fácil comerse una mitad y no abusar aunque es malo quedarse a medias, las ganas duplicadas, el cabreo seguro. La mitad de una vida es mucho pero queda otra media más para ser otro, tener el perro que siempre quisiste, tener la casa en el campo que a menudo soñaste, encontrar a la persona que te dé lo que siempre anhelaste, que la felicidad dure un poco más de un día y medio.


La mitad de energía, sin embargo, se va con la mitad de la vida, y recuperarla es otra de las nuevas tareas que hay que imponerse una vez se ha llegado a ese punto en el que cualquier paso en falso es una pérdida de tiempo y energía imperdonable. No hay nada peor que malgastar una vida y quedarse a medio camino entre la supervivencia y la felicidad.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Tradiciones varias

Cuando me había acostumbrado al otoño, a las nuevas actividades tras el verano, a la rutina, llegan las Navidades, una palabra asociada a una fecha que aglutina casi mes y medio ya de preparativos y estupideces, de exceso –topicazo, lo sé, pero es cierto– de bebida y comida, de atascos en el centro de Madrid, de luces más nostálgicas que alegres, de villancico de la España profunda como el del final de la película Amantes, la escena más desoladora del cine sobre las Navidades franquistas, el pie de Maribel Verdú cayendo a un lado, ya inerte. Y no he acabado. De cenas de empresa, de borracheras y peleas, broncas familiares, llantos, asqueo, dolor, ruina económica –regalos y eventos varios–. De lotería –otro gasto absurdo–, de paripés, de repaso de nuestra vida inevitable –que no queríamos hacer pero al que nos obligan las circunstancias y el cierre de año–, del roscón de Reyes, de tradiciones… He aquí el quid y aquí me paro.


No me gustan nada las tradiciones, de ningún tipo. No es por llevar la contraria, no es porque sea en concreto la Navidad. El mismo asqueo –aunque con mayor alegría porque se acerca el verano o es verano– me producen la Semana Santa, las comidas o la gastronomía propias de una fecha determinada, el puente de la Paloma que forma largas caravanas y provoca accidentes de tráfico, el hacer todos lo mismo al mismo tiempo como tontuelos. Y este año, más que nunca, con los recortes a los que todos nos vemos obligados a hacer a cada momento, me parecen ridículas las celebraciones con falsas alegrías. Solo hay algo que lo salva… los Reyes, la Cabalgata, los niños. Quien los tenga, claro. Por ellos sí merece la pena el teatro de estos días que se avecinan, y por las vacaciones –también estresantes porque en el curro hay que dejarlo todo listo y en estas fechas se trabaja el doble– y los amigos que vuelven a casa por Navidad.

martes, 13 de diciembre de 2011

El Dorado

Levantamos un muro entre nosotros y los demás cuando no queremos que accedan a nuestro interior, dolorido probablemente en el pasado, difícil de volver a compartir en el presente. Desgraciadamente, y aunque nos aísle, como queríamos, y no puedan acceder a nosotros, también provoca más miedo. Nos hacemos invisibles a los demás y convertimos al resto en invisibles, y lo que no se ve, y en consecuencia no se conoce, da miedo. El temor provoca entonces muros más altos para aislar a lo desconocido y acabas temiendo el acceso a los demás y de los demás hacia ti.


Los muros y las fronteras entre países acrecientan los miedos y dividen las conciencias. Nos vino muy bien, en un momento dado, que a Europa llegaran de todas partes inmigrantes, mano de obra barata que nos hizo crecer económicamente y de la que ahora desconfiamos y renegamos y a la que nos empeñamos en expulsar o en no dejar pasar, acrecentado nuestro miedo a lo desconocido, a lo nuevo, con la crisis.


No nos limitamos a imponer duras leyes anti inmigración sino que levantamos más y más barreras y creamos campos de refugiados de los que nadie quiere hablar. Seres humanos que viven a la intemperie, seres vivos como nosotros que no tienen un trabajo –por supuesto– ni un sitio donde protegerse del frío y reponerse del cansancio.


Hay personas que llevan años en tierra de nadie sin poder entrar en la tierra que pensaron prometida –el Dorado– y no pueden regresar a su país, donde les espera la muerte segura. Y nosotros seguimos levantando muros y observando impávidos su sufrimiento, escudándonos en unas leyes deshumanizadas que nos queremos creer –“no cabemos todos aquí, ya nos gustaría”, te dicen– para dejar morir a seres humanos que están a dos pasos de nosotros y que por buena o mala fortuna nacieron en otro país pero ríen, llora, comen y beben como nosotros.


Tenemos una tragedia humanitaria a las puertas de nuestra casa, del país civilizado que creemos que somos pero ponemos un muro, no queremos verla, y el sufrimiento psíquico de estas personas es insoportable, atroz, permanente, y lo seguirá siendo si alguien no lo para, ellos que creyeron que al llegar a nueva tierra estaban a salvo y no sabían que empezaba lo peor.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Cuídate de la oscuridad

En domingo todo puede hacerse, desde escribir un relato a leer una novela o ver una película, pero sin salir de casa. Los domingos en la calle puede atraparte la oscuridad, que no es que de repente se haga de noche, sino que de repente es hora de volver a casa y no hay tiempo de reacción hasta la hora en que habrás de levantarte para ir a trabajar al día siguiente. No hay nada peor que llegar a casa tarde y con sueño un domingo, caer rendido en la cama, dormirte y amanecer en lunes sin haber dado a la mente y al cuerpo la necesaria transición de la dicha al horror.


Los domingos por la tarde uno puede hacer mil cosas y ha de hacerlas, caseritas, majas, y si sales volver antes de que te atrape la oscuridad. De este modo, aunque no estemos pensando en que al día siguiente hemos de ir a trabajar, inconscientemente estamos disfrutando de nuestras últimas horas de ocio antes de enfrentarnos a una nueva semana laboral.


Qué es un domingo sin siesta, sin racaneo, sin pereza de sofá, cojo el libro, lo dejo, hago una obrita casera, friego, paso el aspirador, vuelvo al sofá, cojo el periódico, leo el Semanal, abro un catálogo, escribo unas líneas –estas, por ejemplo–, escucho la vida de domingo, que es otra, nada que ver con la aturullada de mañana lunes en la que todos querremos ser otros y eficaces, parecer despiertos y rendir, aunque también salir lo antes posible y meternos en la cama, eso sí, cansados y rotos para que el martes nos pille desprevenidos –por eso es mi peor día de la semana, porque el lunes lo di todo y no terminaba ahí–. Al menos sé que no me podrá atrapar la oscuridad hasta el próximo domingo, en el que quizá la encuentre sin querer. Un cine acabado demasiado tarde, un cañeo que se alargó, quién sabe.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Parados en el tiempo

España, 1937

Son pequeños, algunos tanto que ni siquiera lloran, no son conscientes de lo que se avecina. Se agarran a la mano de un hermano mayor que sí hace pucheros pero sabe que no debe, que ha de mantener la calma, que habrá de cuidar del pequeño que lo acompaña. Al lado hay una niña demasiado abrigada que tiene la cara llena de mocos secos, nadie se ha preocupado en limpiárselos. Más allá un niño se ha hecho pis y las piernas le escuecen. Llora desconsoladamente, harto de portarse bien, consciente del abandono de hace unas horas, ya no emocionado con la aventura que prometía ser de las buenas. Todos están cansados y echan de menos a sus padres, no quieren seguir jugando.

Moscú, 2011

Se sientan en torno a la mesa de juegos, los cuatro, imperturbables, como todas las tardes, hoy quizá algo pesarosos, preocupados, aunque esperan salir de esta. Empiezan a pasar las cartas pero uno comenta que ha de tomar la pastilla de la tensión. El compañero de la derecha aprovecha y va al lavabo, la próstata cada día peor, es más el dolor aunque no quiera reconocerlo. Aquel se queda solo, mirando por la ventana, y recuerda. Él debía tener unos siete años cuando sucedió pero lo ve como si fuera ayer, la memoria clara, quizá algo empañado el recuerdo por el paso del tiempo, pero qué más da, es su recuerdo. Rememora el olor de un nuevo país, ve las caras de sus padres desdibujadas, ellos sí, poco nítidos, su madre arrodillada, desecha en llanto. Ve las caras asustadas de los otros niños e imagina que así es la suya también. Ve el miedo, lo siente por primera vez en su vida, y le da más miedo aún ser consciente de él. Estaban solos, completamente solos en un país desconocido que los acoge de mala gana. Ahora ve que su compañero ha vuelto a la mesa tras tomarse las pastillas. Hablan de la pérdida, del desarraigo, que vuelven a sentir después de tantos años. El Centro no es rentable -cómo iba a serlo, un grupo de viejos recordando y compartiendo recuerdos también viejos-. Los “niños de la guerra”, ellos, qué ironía, casi no se tienen en pie de viejos, algunos, se reúnen en el Centro Español de Moscú porque es lo único que tienen, es donde están sus raíces y su historia, pero la subvención del gobierno español ha cesado y los van a desalojar, los desahuciarán en enero. Se miran impotentes entre ellos, quién habrá sacado el tema, ahora no, es casi de noche y está triste el día. Manuel, uno de los más habladores, tiene la mirada vidriosa y les anima a todos a seguir jugando, las cartas ya barajándose en sus manos. Se sientan pero están asustados, no piensan en el juego. Son de nuevo niños abandonados a su suerte, como cuando llegaron, allá por el año 37. Como niños, aún a veces se despiertan con pesadillas durante la noche y oyen las bombas de una guerra que los dejó parados en el tiempo.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Ni siquiera un roce

Amanece Madrid hoy más gris que ayer. El cielo encapotado y la noticia de un nuevo asesinato producto de la violencia machista lo hace más triste si cabe. Cuando menos lo esperas este tipo de sucesos te da una bofetada en la cara y las víctimas son inmediatamente un número más que pasará a engrosar, junto al resto, esa estadística estremecedora de mujeres muertas a manos de sus parejas.

En este nuevo caso, como en otros, los familiares sabían de los maltratos pero les pareció probablemente un asunto personal, cosas de pareja, en las que habían de mantenerse al margen. Entonces llega un día en que el asesino, delante de sus tres hijos mata a su esposa y va a entregarse a la policía, dejando a los niños junto al cadáver de su madre, ante el que ellos no pueden creer que eso haya sucedido, y no entienden por qué no se levanta y les tranquiliza y les dice que está bien.

Es tan espeluznante el propio asesinato como el silencio, ya no de la gente que rodea y conoce a las víctimas sino de la propia sociedad. Son estos crímenes molestos, y más cuando se tratan de inmigrantes, como en este último caso, como si quisiéramos creer que entre españoles nacidos en la Península no sucede, como si no hubiera tortura, insultos y barbarie en matrimonios bien vestidos, con una educación impecable en las mejores escuelas y residentes de un barrio estupendo. También sucede, pero no se dice, no se cuenta, mientras no lleguen al asesinato no se sabrá nunca, se lo llevarán a la tumba, ella más cargada de señales, de cicatrices, invisibles algunas. Él, todopoderoso, creerá que no ha hecho nada malo, que él es así, que tiene carácter, nada más. Las mujeres, para estos tipos, un buen medio donde descargar sus carencias y frustraciones, una buena hostia les deja como nuevos.

Lo lees, lo oyes y no lo crees. Trabajamos y nos movemos a diario entre asesinos que desconocemos que lo sean, entre maltratadores que quizá trabajen o tomen café a nuestro lado, nos abran la puerta como buenos vecinos para entrar al portal de casa, paguen sus impuestos y se sienten en el metro en el asiento contiguo, y sin embargo no podemos saberlo, no hay nada que los señale, que nos advierta de su maldad.

En un mundo imaginario, me gusta pensar, por ejemplo, en esos detectores -no sé si es leyenda urbana- que dicen tienen las piscinas para que si los niños se hacen pis -y los adultos, por qué no- se forme un círculo rojo alrededor para delatar al infractor. Querría lo mismo para esas bestias que se hacen pasar por personas y que no lo son. Imaginad que se formara una luz roja o sonara una sirena donde ellos se encontraran exactamente sin que hubiera habido previa denuncia. En mi sueño sería posible, un mundo inventado, mejor, en el que los asesinos potenciales no camparan a sus anchas por mi mundo y no pudieran rozarme el hombro siquiera en un andén.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Europa, Europa

Me gusta Europa. En realidad, adoro Europa, la Europa que yo considero como tal: la historia –incluso la retorcida y triste. Qué somos más que parte y consecuencia de una historia, para bien o para mal–, la variedad cultural, la elegancia incluso en la decadencia, la alegría, el espíritu, la visión del mundo.


Me gusta, y mucho, el carácter inglés y todo lo inglés, qué le vamos a hacer, algunos son más francófilos o simpatizan con el carácter mediterráneo del sur de Italia o Grecia. Yo no, a mí me gusta el clima inglés, su ironía en el sentido del humor, sus cabinas de teléfonos, sus autobuses de dos pisos –ya casi no–, su carnaval en agosto –el Notting Hill luminoso–, sus mercadillos, su música –la mejor del mundo–, su pronunciación, su té, su saber estar constante sin dejarse llevar de lo que hagan los demás alrededor, su independencia. Y sí, de nuevo se desmarcan en los acuerdos con la UE y, en el fondo ufanos, piden un referéndum para no ser europeos, no necesitan el apoyo de nadie para sentir su identidad –a diferencia de nosotros–.


La España paleta, provinciana y cabizbaja ha intentado ser Europa desde que está en la UE y equipararse a otros países que sí han sabido saldar sus cuentas y llevar su economía como había que hacerlo. En este país de impostores y ladrones nos hemos subido al carro y ahora no aguantamos en él. Los ingleses piden, exigen y si no, se desmarcan y su personalidad no se ve alterada, al revés, con más orgullo conducirán por la izquierda, lo contrario que el resto pero sin complejos de inferioridad ni Mister Marshalls que valgan.


Lo que más me gustaba de Europa era cuando cada uno era como Inglaterra e iba a su bola y mantenía su personalidad. La globalización me despierta del sueño de ir de mercadillos en Londres, que ya se imitan aquí, o a París a una exposición que ya vendrá a Madrid en breve. Lo que siempre será único, por mucho que quieran globalizarlo todo, partiendo de la economía y el euro y terminando en la expulsión de esa inmigración oscura que no gusta nada, es el carácter de cada uno de los países que conforman el continente.

jueves, 8 de diciembre de 2011

A la defensiva

Siempre me he considerado una defensora de la vida. Qué tontería, si lo piensas, quién vivo no iba a serlo, a lo mejor no los muertos, celosos de los que pueden campar aún a sus anchas por el mundo, nosotros los vivos.

En todas las manifestaciones en las que participa la iglesia y la derecha hacen suyo el lema “en defensa de la vida”, pero ¡ay! cuántos matices, cuántos significados puede tener la vida, ¿no? Así, cuando ellos lo gritan y lo levantan en pancartas pintadas por sus propios hijos están pensando en algo que aún no ha nacido. ¿Hay test de inteligencia o de responsabilidad para las parejas o las mujeres que quieren tener hijos? ¿Por qué cuando adoptas hay que hacerlos, además de pasar numerosas visitas y entrevistas necesarias para que un niño sin padres pase a tenerlos? La derecha, sin duda, prefiere al niño nacido y entregado, no deseado, regalado a padres con dinero, como el caso aquel de las monjitas que robaron a un recién de una madre con más hijos y le dijeron que este había muerto mientras lo entregaban al matrimonio no fértil.

Me gustaría, en conclusión, no me andaré más por las ramas, que los que exaltan el lema o se creen portadores de las palabras “en defensa de la vida”, se manifestaran, por ejemplo, en contra de los recortes que se han producido en sanidad y que afectan a nuestros mayores. Uno de cada tres no recibirá ayuda para su dependencia, necesaria al no poder valerse por sí mismos. Que salieran a las calles y gritaran, en defensa de la vida, que basta de pateras con muertos que nos resbalan y que llegan flotando a nuestras costas después de querer atravesar a nado el mar desde Ceuta. ¿O es que las vidas de los viejos y de los negros y subsaharianos no valen lo mismo que las que aún no existen pero son más fáciles de defender porque, como todo lo religioso, se basa en un concepto irreal aún que o tiene cara, ni ojos, ni huele mal, ni se mea encima? Cómo le gusta lo intangible a la iglesia. Creo adivinar por qué. Defendiendo el aire, el polvo únicamente, es fácil defenderlo ya todo, cualquier cosa es susceptible de ser vida cuando no está presente, cuando no molesta.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El puente interminable

Ahora que se hace casi de noche a las seis de la tarde trabajar da menos pereza. Con el buen tiempo y los días más largos estar encerrado en la oficina resulta impensable después de haber disfrutado de un fin de semana largo o de un día festivo suelto, en mitad de la semana, de esos que nos gustan tanto.


Me gustaría poder quejarme pero no debo. Muchos ven anochecer desde sus cuartos oscuros, los de sus casas o sus vidas, o pateando la calle en busca de empleo, aunque los hay también –Spain is different- que se van de puente. Crisis, crisis, pero estos días no está trabajando ni Dios. Cuando esta mañana he salido del metro en la zona norte de la ciudad, la niebla y las pocas personas daban a mi día un ambiente de pesadilla que me introducía perfectamente en lo que se avecinaba minutos después, la mesa de oficina, el ordenador, lo nada guay que es trabajar en una agencia de publicidad en la que nunca depende de ti ni de tus jefes ni tan siquiera de algo razonable que salgas a tu hora.


Recuerdo que durante unos meses en los que me iba a las siete en punto, en cuanto cumplía el horario –sin contar que llego antes y parte del mediodía, de las estúpidas dos horas para comer, lo dedico a seguir currando-, la mayoría de las personas que trabajan en mi planta se quedaban en sus asientos y me sentía una afortunada por poder salir a mi hora. Sin duda lo era, como ahora por tener trabajo y salir más o menos a mi hora, pero ellos también, pues esos que se quedaban sentados lo hacían para tontear con el periódico, leer su correo personal o decir alguna chorrada en Facebook. Y es que en España sigue estando mal visto salir a la hora convenida y se alarga el tiempo, se remolonea por las mesas, no vaya a ser que alguien se tome a mal tanta honestidad. En otros países –sí desarrollados en este sentido- si te quedas más tarde de tu hora durante una racha acaban preocupándose tus jefes y preguntándote si tienes algún problema para acabar tu trabajo en el horario convenido. Así es, en fin, unos tanto y otros…


Ahora, ya noche, me puedo sumergir en el aburrimiento, tomar una copa, merendar, ir al cine, dormir… tan oscuro el cielo que me encuentro perdida pero salvada en una oficina que me resguarda del exterior, más inhóspito para los que lo ven desde casa y esperan que amanezca de nuevo en este país que se fue de puente y aún no ha vuelto.

martes, 6 de diciembre de 2011

Un triste chollo

Algo mejor que acabar un libro que nos ha gustado a pesar de la pena que produce a veces es empezar otro mejor, si cabe, que el anterior o al menos al mismo nivel. Hay algo también mejor a que te regalen el libro que querías o que por fin te lo traigan en la librería en la que lo pediste, y es encontrarlo de segunda mano en una preciosa edición en la Cuesta de Moyano, y además barato. En concreto por dos euros. Disfruto estos días de puente del chollo recién adquirido y saboreo la humedad que despiden sus páginas de papel grueso y fresco encuadernadas en tapas duras en una desconocida edición de Seix Barral de los años sesenta, un año después de que lo publicara el autor en italiano.

La Cuesta de Moyano es mi refugio desde la adolescencia, y cuando quería darme un paseo sin alejarme demasiado de casa iba hacia allí, a husmear entre los tomos expuestos. De subida, los de la derecha, de bajada, los de las casetas, aunque a veces iba en zigzag. Había que evitar a la señora que no quiere que te acerques a sus libros y que lleva años impidiéndolo, supongo que no habrá vendido demasiados. Después, en ocasiones, me iba con el ejemplar adquirido -siempre encontraba algo- al Retiro y me sentaba, si no llovía, en un banco para empezar a leerlo cómodamente o bien pagaba la entrada al Botánico, a dos pasos de allí, y me acomodaba en algún caminito, entre las plantas, a disfrutar de mi nueva adquisición.

Percibí, cuando compré el libro de Bassani, El jardín de los Finzi Contini, cierta decadencia entre las casetas de los libreros, y aunque sigue habiendo un ambiente agradable, se percibe cierto aire de saldillo, de prisa por vender que últimamente tienen todos los que poseen un negocio propio y que me abruma. Algunas casetas están cerradas y las que hay abiertas tienen unas ofertas escandalosas -como el chollo que encontré-. Al ir a pagar da la sensación de que estés dando una limosna más que pagando realmente por lo que vale el objeto.

Reivindico la compra de libros en este espacio -en el que además podemos pasar una agradable mañana, por las tardes está cerrado- y no en las grandes superficies. Si lo que buscamos son novedades también están aquí, con un diez por ciento de descuento -creo que en la Fnac es solo un cinco- y además, en la búsqueda, podemos encontrar algo que no buscábamos y que nos interese y llevárnoslo también, mientras la luz del sol nos da de lleno en el rostro o el vientecillo serrano nos despeja de los fantasmas nocturnos.

Es un paseo agradable y un lugar al que no he dejado de ir en los últimos veinte años aunque por temporadas he ido menos. Y se nota. Quiero decir que los libros y sus espacios y los lugares que los contienen empiezan a ser escasos, raros, para unos pocos, una antigualla que observar pero ya no comprar. En tiempos de crisis, sin embargo, qué mejor que una buena lectura para olvidar las penas y la realidad durante un rato con Bassani o cualquier otro autor, dejarse caer por Moyano, donde podremos darnos el capricho de comprar un libro por dos euros, qué menos.

Hace un día precioso hoy en Madrid. Puedes salir de casa, darte una vuelta por Atocha y husmear entre los libros, quizá encuentres algo interesante, un triste chollo que probablemente te grite desde la portada que vale mucho más de lo que vas a pagar pero que por fin va a tener un nuevo dueño y un nuevo lector.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Estos días felices

Sentarme al escritorio los días festivos me produce la misma satisfacción que abrir un regalo y saber que es lo que esperaba antes de quitarle el último trozo de papel de envolver y el último pedacito de celo.

Me gusta despertar y seguir la rutina de la mañana libre, que consiste en improvisar. Desde la idea hasta los dedos en el teclado, pasando por la sonrisa y el café humeante a mi lado hay un sinfín de sensaciones gratificantes. El sol se pelea por lucir, aún no está el azul desvaído del invierno y apenas se puede mirar al cielo sin entornar los ojos. Los vecinos no hacen ruido esta mañana festiva porque están de puente y me han dado una tregua, normalmente hay mucho más follón. Hoy no es un festivo de verdad y eso es lo mejor. Cogerse un día así en el trabajo es como hacer pellas y quedarse en casa haciendo lo que te apetece, lo que te dé la gana.

La gana que me da hoy es, como casi siempre, reflexionar y transmitirlo con mis palabras a través de estas líneas. La palabra del corazón a la transcripción es uno de los procesos más bellos y misteriosos que solo el ser humano puede realizar. Me llama la atención que con tanto poder en nuestras mentes y nuestras manos no existan más palabras y más reflexiones, supongo que porque requiere un esfuerzo y ser honesto con uno mismo. La fidelidad está de capa caída, hacia los demás y hacia uno. Las palabras van a delatarte si quieres engañar o mentir a no ser que lo que estés escribiendo sea un cuento o una novela, y aun así es difícil escapar a uno mismo.

Me gustan estos momentos íntimos en los que soy capaz de abstraerme de todo lo demás y escuchar el mundo con los dedos, reflexionar lo que me ronda desde hace días, sonreír ante el último beso recibido, que aún me sabe a gloria. Estas mañanas de lunes que parecen lunes de pellas, tan luminosos que apenas puedo abrir los ojos, me dan que pensar sobre lo simple que puede ser la felicidad: escribir, reflexionar, mirar el cielo, recordar un beso.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Carne de dios

De Carnage -carnicería- a Un dios salvaje median la distancia y el impacto. Preferiría ver una película con el primer título más que con el segundo, aunque tampoco le haría ascos a una que se titulara así, siempre me han gustado los dioses que se portan mal, los buenos no me los creo.

Hora y veinte minutos después de haber entrado en la sala salí del cine con la sensación de haber visto una excelente comedia de Polanski con un toque de ironía y exageración que me gustan y que de nuevo hacen a este director el rey de los que saben meter el dedo en la llaga y extraer lo que estaba delante de nuestras narices sin que nos diéramos cuenta, o sí pero no nos parecía importante.

Como en la literatura, en el cine también es un don saber sacar partido de lo cotidiano y de un hecho aparentemente simple. No hay que narrar un gran drama histórico ni la vida de un personaje único para que la película sea aclamada y obtenga el beneplácito del público. Los grandes temas están en las pequeñas cosas. En este caso, detrás del título Un dios salvaje hay una operación de marketing al querer hacer más épica la película, creyendo que poniéndole el título de la frase que uno de los personajes -Christoph Waltz en concreto- dice a otro se conseguirá que así suceda. Carnicería habría sido el título perfecto, el que Polanski le dio por algo, pues es lo que acaba siendo una reunión de dos matrimonios educados y pacíficos hasta el extremo, que se han reunido para hablar de la solución a un conflicto sucedido entre sus hijos.

Me gusta el Polanski crítico, hiperbólico y algo histriónico que la película muestra, el que basándose en una historia sencilla y aparentemente banal llega a construir una trama brillante con final feliz. Hay que verla y reírse y pensar después en el gusto que da el buen cine, el que se pasa volando y no te deja indiferente.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Hay que elegir

Volví de mi viaje cargada de libros y experiencia. En los libros encuentro sabiduría y vida, y archivo lo aprendido en la memoria, generalizo desde la anécdota de la trama aplicando lo leído a mi propia vida, al momento presente de la humanidad. Eso es lo que diferencia a la literatura de lo que solo son historias vacías, las que no te permiten ampliar lo aprendido y trasladarlo a tu vida.

Los pensamientos también los voy guardando en una caja junto a lo que sucede en los diarios que, dicen, son el reflejo de lo que pasa fuera de nosotros y de nuestras vidas, en la realidad. Me gustaría, sin embargo, que hubiera un diario de lo que les pasa a las personas por dentro. Lo leería fielmente cada mañana para saber a qué enfrentarme y saber por dónde van los tiros. Podría ser semanal, no me importaría, pero que alguna publicación te guiara. Imagino que lo más parecido y lo que te puede hacer sacar conclusiones en este sentido son las redes sociales, en las que puedes ir leyendo lo que al instante está pensando, visitando o viendo el mundo que te rodea. Twitter, Facebook y todo el resto de espacios virtuales que cada vez son más cercanos y se alejan más de la simpleza de describir tu estado actual y decir me gusta o no me gusta a fotos, sentencias y otras banalidades que los “amigos” han colgado en la página en cuestión. No obstante sí creo que leyendo uno tras otro a los que participan en estos saraos virtuales podemos saber más de los demás de lo que creemos. Supongo que las urnas y las elecciones generales son un buen momento para el baremo y saber qué sucede, pero siempre me pilla de sorpresa a pesar de intuir internamente el resultado.

En los días previos a las elecciones generales nadie hablaba en su perfil virtual de cambios ni de política excepto aquellos que realmente querían comprometerse a cambiar las cosas para todos, y no eran muchos. Los demás se iban por las ramas, y los temas fundamentales eran otros, demasiada tristeza y paro acumulados, demasiadas pocas esperanzas personales y sociales.

Hablas, opinas, escuchas y te comunicas, la mejor forma de saber de verdad lo importante, que no es más que lo cotidiano. A muchos les importa el futuro de los demás, la injusticia social y ese es el fin de la existencia que les espera y quieren, pero la mayoría busca instintivamente cubrirse las espaldas aun cuando sean mucho más infelices. ¿Habrá que elegir entre la felicidad y el preocuparse solo de uno, sin mojarse, sin intercambiar pareceres? Creo que sí. A estas alturas y con lo que está sucediendo, de nuevo el mundo patas arriba, el mensaje es claro, preocuparse solo de lo material y del bienestar propio no da la felicidad. Estabiliza, centra en el atontamiento, hace que dejes de pensar y de preocuparte, pero eso no es la vida y es muy poco humano.

Lo que oímos con el mar de fondo es lo que nos gustaría que fuera y finalmente no es. En el silencio se escucha mejor a los demás pero el ruido y la banalidad nos atraen como a un niño un dulce, no puede evitarse. Es lógico que haya ganado la derecha.

viernes, 2 de diciembre de 2011

¿Esperaba este premio?

Las atrapa en el aire, las palabras. Las coge y las ensambla como por ensalmo. Al menos era lo que hacía –hizo– durante muchos años y creó eso –no sé cómo llamarlo– que no quiso que fuera poesía –demasiada seriedad en el concepto–, que evoca lo primigenio del lenguaje y reivindica una simplicidad que en realidad requiere de un complejo proceso creativo que intentaba don Nicanor hacer pasar por natural y carente de esfuerzo, y que se sintiera como lo cotidiano llevado a la puerta de tu casa, a tu quehacer diario. Dice que revoloteaban a su alrededor y las cazaba, las palabras. Yo me lo imagino con la red de atrapar mariposas prendiendo sus artefactos, sus chistes, las canciones e incluso los antipoemas, que le dieron la fama merecida.


De todo lo escrito por Nicanor Parra me quedo con todo porque en el proceso de la obra, en la evolución de la palabra está el arte. No hay unos sin otros, el sentido se advierte en conjunto, aunque sin duda me dejan encantada, por ejemplo: “Juro que no recuerdo ni su nombre, / Mas moriré llamándola María, / No por simple capricho de poeta: / Por su aspecto de plaza de provincia”.


El humor, el juego, el control absoluto del lenguaje, como sus compañeros de profesión y también chilenos Huidobro y Bolaño, conllevan la ironía y el descaro. En el poema titulado ¿Esperaba este premio? se percibe esa broma constante no solo en el contenido, también en la forma, y responde a la pregunta eterna de este modo: "No / Los premios son / Como las Dulcineas del Toboso / Mientras + pensamos en ellas / + lejanas / + sordas / + enigmáticas / Los premios son para los espíritus libres / Y para los amigos del jurado / Chanfle / No contaban con mi astucia".


Me alegran los Cervantes inesperados a través de los que se nos da a conocer a un autor más propio de los círculos reducidos de poetas, escritores y estudiosos que de las mesas de novedades. Me gusta que la endogamia del famoseo quede a un lado y nos den un regalo como este que hacen que amemos hoy más la vida que ayer, antes de leerte, Nicanor.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Placeres mundanos

La crisis también se nota en la dinámica de las empresas. Desde hace ya dos años no tenemos cesta de Navidad, aunque sí fiesta. El primer año crítico nos dieron a elegir entre cesta y fiesta y ganó la última, ahora ya ni preguntan. Nos consuelan con barra libre de alcohol barato y canapeteo y nos hacen olvidar durante unas horas los míseros sueldos y las penas, aunque yo preferiría la lata de espárragos y de melocotón en almíbar con la botella de cava, como toda la vida.


Desde hace años ya también –dos, creo– la compra de lotería en la empresa ha pegado un cambio considerable. De mandarnos en un sobre a nuestra mesa un número de La Bruja de Oro famosa a comprarla en el quiosco de al lado e incluso, como este año, de mandar a la lotera a la misma sala donde nos hicieron los análisis de sangre hace solo unos días y hacer cola para adquirir los boletos –jefes incluidos–. Fue muy Berlanga, me gustó. Íbamos entrando y nos iba deseando suerte con una sonrisa la buena señora lotera. Me habría gustado que me hubieran quitado sangre con la lotera al lado, sonriéndome, habría sido más llevadero, aunque también más de peli de Almodóvar que de Berlanga.


Este año ha habido aglomeración, desesperación por adquirir el número, cierta impaciencia e incluso bufidos. Con la crisis llega la confianza en el azar, y así, como la religión consuela al pobre, la suerte consuela al pobre ateo.


Tener fe en lo imposible y en lo increíble es lo que para muchos queda ante la impotencia de no poder cambiar las cosas con el esfuerzo y la voluntad. Es lógico. Es bonito –y cómodo– pensar que hay alguien superior que vela por nosotros y que sabe qué es lo que más nos conviene. Es bonito creer en el destino y pensar que lo que nos espera no depende exclusivamente de nuestras decisiones. Desgraciadamente, creo que es falso.


Puedo creer en lo aleatorio y caótico e incluso azaroso de la vida pero no creo en el destino, en que haya algo que me espera inevitablemente, haga lo que haga, por confluencia de... –¿de?–. Quizá me equivoque y, por ejemplo, el PP ganara estas elecciones porque estaba predestinado que lo hiciera o por la confluencia de rezos de sus votantes católicos. Prefiero pensar, sin embargo, que lo que tenemos –qué cruz, por cierto– es consecuencia de nuestros actos y dejar lo divino –que lo hay– para el placer. Ahí sí que me gusta ver el cielo, las estrellas y sentir que estoy volando, pero eso sí que es real: un buen vino, un buen polvo y una buena comida. Qué mundano.