domingo, 30 de septiembre de 2012

Ni apolíticos ni analfabetos

A medida que se acerca el fin de semana suelo buscar qué hacer en esos dos días de libertad y me aturullo de la cantidad de cosas que se me ocurren. Son muchos los actos y las exposiciones que me apetecen y el ocio me abre un abanico de posibilidades. Mi ocio es cultural en muchas ocasiones pero no siempre. Pero la cultura es cultura se incluya en los ratos de ocio o no. Si tengo una tarde para ver un espectáculo no es lo mismo que acuda al teatro a ver La Celestina que a ver una deleznable comedia machista, por no llamarle bodrio, animada por una tal Carla Duval. No es lo mismo llevar a tus hijos a ver la exposición de Hopper en el Thyssen que llevarlos al museo del Real Madrid, no es lo mismo.

Confundir el ocio con la cultura, el entretenimiento que adormece las conciencias con el arte que las despierta es un error que puede disculparse en una persona que no se dedica a decidir sobre lo que ha de invertirse anualmente en cultura. Pero no en el que sí lo decide e incluye todo en el mismo saco de "ocio y entretenimiento", la casilla única. Es como mezclar, por ejemplo, las manifestaciones pacíficas, constantes últimamente, de los ciudadanos con las actividades de ocio del fin de semana. "Voy a mirar qué pelis estrenan este finde, y de paso nos acercamos por Sol a manifestarnos". Que las circunstacias políticas y sociales hayan hecho que los ciudadanos salgan a protestar a la calle no significa que les guste, que no les agote, que no estén deseando llevar a sus hijos al parque o a la montaña o al cine -esto ya casi impensable con la subida del IVA-. La gente sale a la calle porque es su deber, porque quieren una vida digna, que los respeten, que no los traten de estúpidos, de analfabetos. El pueblo no es ignorante, y eso lo saben bien los que ahora gobiernan, que han aprovechado la crisis para cargarse aquello que más han temido siempre de la izquierda y les hace sentirse inferiores, la cultura. Saber da poder, bien lo saben ellos, así que qué mejor que cargársela para debilitar al enemigo. "¡Muera la inteligencia!", piensan, en el fondo, como Millán Astray increpando a Unamuno en el año 36.




Decía Carlos Bardem en un reportaje que debemos enamorarnos de la política, hacerla nuestra de nuevo, porque es maravillosa, la de verdad, la que no miente. Y estoy de acuerdo, no demonicemos la política, demonicemos a los malos políticos, señalémoslos con el dedo. La política que hace que el ciudadano pueda participar y decidir es hermosa. Podemos mejorarla, creer en ella, moldearla, potenciarla, es nuestra arma más valiosa.Que no nos quiten lo que tenemos.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Es mi casa

Al principio no eran muchos, y cuando pasabas por allí tenías que esquivar una valla o a un policía, pero poco a poco, y ya intensamente en el verano, los alrededores del Congreso de los Diputados fueron llenándose de más vallas y más policías. El perímetro se amplió hasta llegar a Neptuno, desde donde ya no podías subir dirección a la Puerta del Sol ni hacia el Círculo de Bellas Artes por la calle Cedaceros. Apostados en las esquinas de las callecitas que rodean el Congreso estaban los policías, cada vez más molestos, cada vez más mirones.

Daba la impresión de que los ciudadanos de Madrid asumían impertérritos esta situación y que no les importaba lo más mínimo, pero no fue así. Madrid estaba vacío en verano y solo unos pocos turistas se veían afectados aunque no molestos por esas restricciones innecesarias. Tras la vuelta de las vacaciones y ante las nuevas injusticias y los recortes, pero sobre todo debido a la prepotencia, la chulería y la soberbia del gobierno y de todos sus miembros, que hacen que están ciegos ante la sociedad, los ciudadanos han vuelto a salir a la calle con fuerzas renovadas.

Sí, estamos cabreados. Sí, somos hostiles. ¿Quién podría no serlo? A estas alturas de la vida, si eres un banco inepto que pone en peligro los ahorros de todo un país y además timas a tus clientes te dan un tironcillo de orejas, pero si eres un ciudadano con un sueldo de 600 euros y no puedes pagar el alquiler te echan a la calle, te pisotean y se ensañan contigo. Si eres funcionario, además, te quitan lo que pueden y ellos consideran innecesario o "extra". "Soy pobre de pedir" y "yo también lo paso mal con un sueldo de 3.000 euros". Dos personajillos del PP dijeron un día estas palabras, estas frases pronunciadas desde lo alto de la escalera sin ser conscientes de estarlo, porque en el fondo lo piensan, que les falta pasta, que les podría ir mejor... Si algo caracteriza a la derecha es la insolidaridad, el egoísmo y el no saberse poner en la piel de otros porque no lo necesitan. ¿Para qué? Son dictatoriales  –esto se hace porque yo lo digo-, con lo cual no hay una intención de entender ni de ser entendidos, no hay comunicación, ni diálogo, ni conversación.


Anoche en Telemadrid se hacía un "repaso", en uno de los telediarios nocturnos, a la Democracia española y emitían imágenes de un Congreso del año 78 en la que incluían a un Rajoy actual declarándose a favor de la Constitución aprobada ese año, como si él la hubiera creado. Parece que el hecho de que los diputados del PP estén "de acuerdo" con la Constitución los hace únicos y buenos. Bueno, en realidad, si se piensa, para ellos sí lo es, que vienen con el sello franquista en la frente de no pensar, de no salir a la calle, de bajar la cabeza y decir que sí al dictador, al que están acostumbrados, como las familias de las que provienen. Rodear el Congreso pacíficamente es para ellos un acto de vandalismo, como "un golpe de Estado", que decían ayer. Y es que a la derecha le ha dado por enseñar lo que es la democracia sin tener en cuenta el respeto, el derecho a manifestarse, la necesidad -saludable- de la crítica, pero sobre todo sin tener en cuenta que la democracia nos la sabemos nosotros mejor que nadie, que el pueblo llano también estudia y piensa y saca sus conclusiones, aunque a veces le cueste un poco llegar a ellas.

Cuando calientas los ánimos, la cosa arde. Que no nos calienten porque quedan muchas, muchísimas manifestaciones, rodeos y actos en la calle. Es el único modo de no sentirnos estúpidos ni estafados, de sentirnos apoyados y útiles. Rodear el Congreso es como sentarte a la puerta de casa para pedir lo que mereces, lo que te pertenece, porque tú los elegiste y están ahí gracias al sistema democrático, gracias a ti.


sábado, 22 de septiembre de 2012

Él sí, descanse en paz


No imaginé, cuando escribí mi última reflexión, que habría de escribir esta días después. Me llamó mi madre, compungida, para darme la noticia de que Santiago Carrillo había muerto, e inmediatamente recordé uno de esos episodios de la infancia que te vienen sin querer a la memoria y visualizas como si hubiera sido ayer.

Carrillo fue nuestro vecino durante unos años, no sé cuántos, y era notorio porque en el portal del edificio de Madrid en el que estaba nuestro piso, donde jugaba con mis amigas a menudo, se apostaban a diario dos policías para proteger la seguridad del comunista recién admitido en democracia y al que imagino multitud de enemigos fascistas que pululaban y pululan, como cucarachas, amparados ahora por la policía que los protege de los ciudadanos pacíficos.

En mi mente infantil lo respetaba pues advertía admiración entre mis seres más adorados, mi madre y mis hermanos, cuando se referían a él. En resumen, sabía que era un honor compartir vecindario con el dirigente comunista.

Asocio esta época con el humo del tabaco -quizá porque Carrillo también es inimaginable sin un pitillo en la mano- en el cuarto de mis hermanos, una nube densa que me recibía cada vez que entraba allí, una especie de santuario de la paz, la diversión y la música, donde pasaba los mejores ratos de la infancia. Allí estuvo el primer futbolín de mesa, el primer aparato de juegos electrónico, el equipo de música y la radio. Y allí  yo bailaba y cantaba a grito pelado Alaska, Loquillo, los Rolling Stones, mientras las caras de Allende y del Che me miraban desde las paredes. Desde aquella habitación se escuchaban, si abrías la ventana, los macro conciertos del estadio Vicente Calderón.

Recuerdo una tarde de deberes en el salón de casa -tenía yo nueve años- en la que oí lo que parecía una discusión en el cuarto de mis padres, a  pesar de estar mi padre solo echándose la siesta. Al rato aparecieron en el salón mi padre y mis hermanos con gesto preocupado. “Golpe de estado”, “congreso”, decían, y mamá no estaba en casa. Curiosamente, recuerdo esa tarde porque mi libro de Sociales, abierto en la mesa, me explicaba el significado de cada uno de los miembros de los Cuerpos de Seguridad del Estado. Unos muñequitos mostraban un policía, otros a un Guardia Civil… Quién iba a confundir a este último con otro cualquiera, con ese sombrero ridículo que solo verlo hacía temblar las piernas, y más desde aquel 23 de febrero, que como en otros momentos a lo largo de la infancia no fui conciente de lo que había estado a punto de suceder.

 Mamá llegó a salvo a casa y contó lo que había visto en las inmediaciones del Congreso. Fueron días duros y luchadores en los que el país salió a la calle en repulsa por el intento de golpe de estado. No recuerdo haber ido a esa multitudinaria manifestación, aunque creo que me llevaron, pero sí recuerdo el entierro de Enrique Tierno Galván en Madrid. Veo bullicio, mamá y yo llorando, lluvia y una carroza negra de otra época cruzando la villa y corte galdosiana a golpe de caballo. Me acuerdo de Tierno, de él sí, el mejor alcalde. Mamá lo adoraba.

Soy joven como para tener más recuerdos de aquellos años importantes para la Democracia un poco de juguete que abrazaba España, gris aún pero entusiasta, siguiendo lo mejor posible las nuevas reglas de un país civilizado. Agradezco a mi madre que me inculcara esos principios éticos y sociales para vivir en Democracia a pesar de que para ella también fuera incipiente y misteriosa. Lo aprendimos juntas pero a edades diferentes, y su entusiasmo fue el mío. Agradezco que me llevara a manifestaciones y me hiciera patear las calles. Desde entonces no he dejado de faltar a las citas importantes y he aprendido que no hay que tener miedo de expresarse cuando se está del lado de los justos y de los valientes, de los que luchan por la libertad de su pueblo, de los que sirven durante toda su vida honestamente a los que los votaron. No hay que temer a una derecha que jamás, nunca, podrá competir con los grandes caballeros, los verdaderos políticos, los que vivieron la dictadura y el exilio, ni con sus herederos.

 Si nunca has subido en el Metro ni has utilizado el transporte público, si no has hecho colas ni has estado en lista de espera para operarte y siempre has llegado holgadamente a fin de mes no puedes entender la vida de los otros, de las personas de verdad, como Carrillo.





martes, 18 de septiembre de 2012

¿Descanse en paz?


Es curioso que a raíz de la dimisión o muerte de una persona famosa o popular muchos periodistas se vuelquen en hacer una semblanza de su personalidad, un resumen de sus mejores frases y momentos y no un repaso honesto que explique quién era realmente el ser en cuestión.

En el caso de los muertos puedo entender cierto “respeto” por eso de que no pueden defenderse, y aunque fueran malos sabemos que ya no van a molestar más. ¿Pero con los que dimiten? Quizá sea la dimisión una pequeña muerte, una etapa que se cierra y que nunca volverá del mismo modo, de ahí el cuidado de los periodistas al tratar sobre esta extraña especie.

La dimisión suele ir asociada a la honestidad, pues hay tanto ladrón y turbulento en polín de que ha hecho bien, de que por fin asumer estas tierras hay tanto ladrnca volverolestar m su personalidad, un resumen de sustica que no quiere soltar su puesto, que cuando uno lo hace da la sensación de que ha hecho bien, de que por fin asume sus errores o los de los demás en el pasado y para el futuro.

El caso de la señora Aguirre es intencionado, pensado y meditado y nada tiene que ver con un cáncer que padeció ni con tomarse un descanso y dedicarse a la familia. Detrás está el dinero, las argucias, los malos modos, los sobornos, los flirteos empresariales, la cara fascista más vulgar y retrógrada.

Ayer estuve viendo en la televisión y leyendo en los distintos medios de comunicación diversos artículos cargados de cierta nostalgia en los que se repasaba la vida política de esta señora medio analfabeta, malhablada (a pesar de venir de buena familia, con esa prepotencia tan propia de la clase alta de derechas, obscena en trato y lenguaje, sobre todo cuando se dirige a los que no piensan como ella), a la que ahora que ha dimitido todos parecen reírle las gracias o al menos ser más condescendientes con ella.

Es increíble que hace unas horas estuvieran sus compañeros políticos de la oposición echando pestes de ella, y ahora que se ha ido elogien su persona asociando su mala hostia y su perversidad, su mala educación y su carácter insultante con un “carácter fuerte”. Pero qué país es este que alaba al que se va aunque no sea inocente, aunque detrás del gesto no haya una disculpa, una actitud humilde sino retadora y dictatorial.

Cuando un personaje importante, noble o inteligente muere hay un Descanse en paz implícito en nuestra despedida mental, seamos religiosos o no, que hace honor a su trayectoria vital, a su descubrimiento científico, a su obra literaria. Es un deseo natural cuando esa persona ha destacado de algún modo sobre el resto aportando algo a sus semejantes. A la señora Aguirre le deseo, como mínimo, el mismo sufrimiento que ha engendrado y el desprecio de la mayor parte del pueblo, aunque creo que ese ya lo tiene ganado por facha, por ignorante, por sus comentarios racistas y sexistas, por sus insultos. Pero por encima de todo deseo que no descanse en paz.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Crisis III: Ese Madrid triste y colorido


Me muevo entre los manifestantes con la intención de captarlo todo, de imbuir la felicidad pero también la preocupación que nos une en una mañana soleada y calurosa para esta época del año, en la que deberían estar suavizándose las temperaturas.

Avanzo desde casa presurosa, aprieto el paso y respiro con dificultad. Van uniéndose a mí camisetas verdes, blancas, rojas y banderas republicanas. Aparcados junto a la acera están muchos de los autobuses que han traído a Madrid a trabajadores y ciudadanos de todos los lugares de España. Mucho andaluz, murciano y extremeño pero después veremos a los catalanes, a  los vascos y a algún gallego, los 
menos.

Llego a Atocha y allí encuentro a mis compañeros de marcha de esta mañana de protestas en la que es inevitable el aire festivo. Globos, colores, pitidos, canciones. Un azul intenso en el cielo que deslumbra. Celebramos la democracia cada vez que salimos a la calle. Hay un esfuerzo en aumento por escucharnos y ser escuchados. En un momento de la concentración, llegando ya a Colón, comparto cola para ir al baño con un montón de mujeres cubiertas de camisetas de colores. Algunas nos acercamos intrépidas al baño de los hombres, pues la cola para acceder al de las mujeres es larga y lenta. Nos dejan pasar y esperar con ellos y nos llaman compañeras

Hablo con una mujer que viene de Málaga y tiene el rostro cansado. “¿Y tú de donde eres?”, me pregunta. Le respondo que vivo en Madrid y me observa, curiosa, y me dice que por qué estamos tan tristes. Que estuvo hace un mes de vacaciones en la ciudad y notó una tristeza que desconocía. Lo creo, lo percibo a diario, y me emociona que alguien “ajeno” al día a día de esta ciudad lo haya notado. La miro y me encojo de hombros, no sé qué decir.

Salgo a la luz del sol con esa tristeza vaticinada y una indignación que va creciendo en mi garganta. Al llegar a Génova empiezo a escuchar silbidos. No hay helicópteros y no entiendo qué sucede, el porqué de los gritos y abucheos, y es entonces cuando veo la calle cortada prácticamente desde Colón y la rabia sale por la boca en forma de dimisión. A mi grito se une el del resto. Me ilumina la alegría plagada de nostalgia y me pregunto, entre los cuerpos que me rodean y me aprietan, cómo hemos podido llegar a este punto.

Miro a los policías, impertérritos a pesa del vocerío de los manifestantes. Leo y observo, como he hecho durante toda la marcha, los carteles que portan los que me rodean. Admiro algunas frases y percibo la agudeza del ingenio en momentos de crisis. Entre la cantidad de tijeras dibujadas y la palabra recorte a cada paso distingo una camiseta negra que lleva un hombre de rostro triste. En ella puede leerse: Prefiero rescatar a un minero que a un banquero. Pienso entonces que quién no. Una señora increpa a una mujer policía a caballo, acusándola de acobardar desde las alturas a los manifestantes. La policía se defiende diciendo: “Es mi destino”. Voy más allá del significado de función y responsabilidad, de ocupación en un empleo que tiene la palabra destino, y me imagino a esta mujer uniformada entregándose a lo inevitable, como si una fuerza desconocida la hubiera llevado hasta allí, su destino en esa calle, anacrónica subida a su caballo.

"¡Sacad las carteras, que llega el banquerooooo!"
Las mareas de colores me han traído hoy hasta aquí. He ido siguiendo lemas y consignas, palabras y caras. Una especie de Nosferatu fabricado con bolsas de basura y papel maché me mira desde lo alto con un fajo de billetes en la mano, emulando a un banquero saqueador. El aire huele a verano a pesar de acercarse el otoño. Hay mucho que hacer, queda una larga estación de protestas por delante, pero por hoy todos estamos cansados.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Crisis II: La válvula de escape


Hay días en los que solo una cosa nos consuela y a la que normalmente llamamos válvula de escape. Todos tenemos una y la usamos en los malos momentos, cuando estamos bajos y parece que nada vaya a ser como cuando la vida iba bien hace un minuto, unas horas, el día anterior, el año pasado.

Mi escape y mi rutina es correr y nadar. Pero es corriendo donde libero las endorfinas y me siento más libre. Correr es como bañarse en pelotas en una playa medio vacía. Tú y el mar, tú y tu ritmo subido a las zapatillas. Corres, pisas, te zambulles. Te tapa una ola, te cubre el sudor, mejoras tu tiempo de hace un mes, estiras los músculos, te tiendes al sol. Solo puedes pensar en avanzar, en seguir, en lograrlo. No sabes el qué, pero quieres lograrlo, atrapar el momento, dejar volar la imaginación y sentir, al terminar, el subidón y la felicidad, la plenitud física y mental que da correr, los músculos agarrotados tras la carrera, como la última brazada que te dejó rota pero alegre.



Hay pocos lugares donde esconderse, y correr a menudo es una buena manera de espantar lo oscuro y poner al mal tiempo buena cara. Aunque las cosas vayan bien me pongo la camiseta, las zapatillas y mis fundas para las rótulas de ambas rodillas y me dispongo a escucharme por dentro y por fuera.

Mientras avanzo voy dejando atrás los problemillas y entro en un estado de agitación que me resetea y me deja limpia para volver a pensar sobre lo que debo hacer en tal o cual situación.

Desde que ha comenzado la crisis ha aumentado el número de personas que se suben a sus zapatillas y se lanzan a parques, calles y avenidas casi como una forma de reivindicación de paz, de sosiego social. Es un deporte barato que no requiere apuntarse a un grupo. Solo hay que tener ganas y espíritu de sacrificio. Es el deporte ideal en estos tiempos. De hecho, no sé cómo no se ha convocado aún alguna carrera de parados, de indignados, de ciudadanos deseosos de buenas noticias. 

Mi válvula de escape es sencilla y barata pero es mía y me reconcilia con el resto del mundo durante unas horas, hasta que de nuevo abro el periódico y leo.


jueves, 6 de septiembre de 2012

Crisis I: Los taperianos

Era cosa de unos pocos, de personas con bajos ingresos, pertenecientes, en su mayoría, a las clases medias-bajas trabajadoras de obreros y señoras de la limpieza. Se consideraba de mal gusto aludir a ello en público o enseñar demasiado el objeto cuando empezó a extenderse a las clases medias y a los oficinistas con traje. Y ahora, aunque pretendamos ser originales en el envoltorio, todos llevamos el mismo porta-táper en distintas versiones: negro, de colores, de tela vaquera, con cremallera, duro y blando, para colgar en la espalda, para llevar en la mano. Los hay que intentan disimular que llevan su comida del día encima trasladándola en bolsitas pretenciosas de alguna tienda de lujo que una vez les dieron o heredaron. Las clásicas bolsas de tela con asas son una opción para los más modernos y jóvenes. Las cursis se hicieron con la de Harrods en sus distintas versiones. Los descuidados siguen con las de plástico de cualquier supermercado, ya arrugadas y con algunos restos de salsa, y no intentan ocultar su contenido.



Los taperianos han vuelto con fuerza este otoño e invaden metros y autobuses con sus bolsas y maletitas para llevar comida. Somos todos. Llevamos la nuestra como parte de nosotros mismos y podemos decir mucho de cada persona solo con ver el modelo que ha elegido. Ni siquiera nos molesta su carga. La ponemos en nuestras rodillas si cogemos sitio en el metro y leemos por encima del bulto que descansa sobre nosotros. Si estamos de pie y apretados en el vagón puede que se nos claven unos cuantos envases de los otros aquí y allá, pero no importa porque todos estamos en el mismo grupo y nos miramos de reojo valorando el diseño de la bolsita de cada uno.

Era excepcional hace tiempo entre los trabajadores de gama alta. Aunque con táper de diseño, ellos también han acabado uniéndose al grupo. Y es que es mejor, para qué engañarnos. Los hábitos alimenticios han cambiado, y con ellos la oferta culinaria "sana" en hostelería es mucho más cara. Pagamos por no tomar grasas y una simple ensalada mixta aliñada nos cuesta lo mismo que los ingredientes para siete. Así de escandalosa es la cuenta (real). Es barata la comida basura, la rápida, la que te destroza el estómago y te deja el ánimo y la salud por los suelos.

La crisis nos ha dado nuevos hábitos que de pronto marcan nuestra pertenencia a un grupo sin que lo hayamos buscado. Llevarse la comida al trabajo es una rutina saludable y de las pocas consecuencias positivas de la crisis. Sé de muchos que están aprendiendo a cocinar y a hacer sus pinitos culinarios gracias a la necesidad de la práctica diaria. Los hay que, más sencillos, cortamos tres verduras y abrimos dos latas y tenemos el plato del día.

Pero el caso es que lo que nos ha llevado al táper puede ser, en un futuro, lo que nos lleve a un comedor social o a los baños públicos. Perteneceremos, entonces, a un nuevo grupo con otras caras y otras vidas.


domingo, 2 de septiembre de 2012

El pequeño devorador


Tengo la sensación de que he engañado a un yo anterior, a una época pasada que no puedo evitar ver pesada y anticuada, quizá por la ligereza de las nuevas formas.

Los libros, que antes me parecían el único modo de sumergirme en la lectura, empiezan a resultarme pesados aunque hermosos, como esas antiguas tablas de madera en las que leían nuestros antepasados o esos librotes que solo podían (y pueden) leerse en bibliotecas porque es imposible su traslado cómodamente.

Y entonces aparecieron los ordenadores, los portátiles, los más manejables. Todo empezó a hacerse más cómodo. Lo que antes te destrozaba la vista, ahora no. Las nuevas pantallas hacían que aguantáramos más horas frente a un ordenador sin que nos sangraran los ojos.

Vinieron los teléfonos inteligentes. Podías leer con cierta claridad, con mucha en el caso del iPhone. Noticias, mensajes, artículos, incluso libros. Con mi smartphone y la aplicación de Kindle para Android llegué a leer El retrato de Dorian Grey en mi dispositivo. Lógicamente sucedió una única vez, era demasiado chiquitita la pantalla para resultar realmente cómoda, y además cansaba la vista a pesar de la nitidez y de poder bajar la luminosidad.

Cuando aparecieron los tablets me sentí tentada por el iPad, pero el precio me echó para atrás y ni siquiera me planteé cómo se leerían libros ahí. No podía tenerlo. Después he sabido de personas que leen en este soporte pero he escuchado que te acaba agotando la vista y yo vivo de mis ojos, quiero decir que me gano la vida con ellos. Si eso perdiera, perdería la vida.

Seguí con mis lecturas habituales, las de los libros, pero este verano, de aeropuerto en aeropuerto, debía ser muy cuidadosa con los volúmenes que elegía para transportar de un lado a otro. Así, me llevé a mis viajes libros finitos, de poco peso, que sostenía en mis manos antes de meter en el bolso, temblando ante cualquier peso extra. Cuando vas a estar cargada horas con dos o tres kilos kilos de peso tienes qué saber bien qué eliges. Cometí el error -no por la calidad de la obra, magnífica- de comprar un libro en el aeropuerto, y en vez de seguir con la regla de los libros ligeros me hice con uno de pastas duras aunque de papel barato, por lo que también pesaba menos, de Charles Dickens, Notas de América.

Volviendo al asunto. Cuando regresé a Madrid, alguien muy cercano me presentó al pequeño. No podía dejar de mirarlo y tocarlo. Pesaba poco, era bonito y la lectura era agradable. Había visto hace un par de años otros modelos pero este ya tenía una serie de características que me interesaban, como la conexión Wi-Fi que te permite subrayar y conectarte con diccionarios y Wikipedia. En fin, el bichito lo tenía todo.

Decidí comprarlo y tardó unos días en llegar a  mis manos, por lo que fue aún más deseado hasta que por fin leí Diario de invierno, de Auster. Ha sido el primer libro “devorado” en mi Kindle Touch. Y es que es eso lo que pasa con los libros electrónicos, que te hacen devorar las obras -que ellos previamente han devorado para ti-, porque nada mediatiza la lectura. Ni el peso del libro, ni la textura de las páginas, ni el poder ver “lo que queda” para acabar, ni el tener que pensar en si me cabe o no en el bolso. Sí, lo sé, justo todo lo agradable que tiene el libro, además de una cubierta diferente para cada tomo, un papel con un gramaje concreto que le da la suavidad o la aspereza, un diseño asociado al acto de leer…

Probé a oler el Kindle y no huele a nada, un poco como si oliera un plástico, nada especial. Me entró cierta nostalgia por el amado que olía a tantas cosas.
La parte de atrás es algo más blanda y da gusto cogerlo con una mano. Pero no es un libro. Y no creo que nadie debiera compararlo. Es un modo delicioso de leer y leer sin parar, sin detenerte a pensar en nada más. La belleza de los libros ya la tengo para mis joyas predilectas y seguiré comprando -supongo- a mis autores favoritos. El resto, lo soportará mi pequeño, que tiene capacidad para tres mil libros (que no leeré nunca, mi vida no da para tanto) y que me ha devuelto la conciencia de que la lectura va más allá del objeto que contiene las palabras. 

Amo los libros y sentía que de algún modo los estaba engañando desde que adquirí el Kindle. Necesitaba escribir esto para darme cuenta de que no es así. El libro es otra cosa, algo que une el placer de varios sentidos y conceptos, tacto, olfato, estética, vista, diseño, y por supuesto contiene textos que nos hacen disfrutar al leerlos. Cuando comenté mi compra con algunos amigos dijeron que si yo había llegado a hacer esto, el libro estaba abocado a desaparecer, conocedores de mi defensa a ultranza del libro, de la tradición… No creo que el libro en sí esté abocado al fracaso, pero la tecnología se ha impuesto en la sociedad a todos los niveles y hace la vida más cómoda y accesible. Con la subida de los precios y el aumento de acceso libre en la red a los textos era lógico que esto pasara. No es un drama, es la realidad, y contra el avance poco puede hacerse más que disfrutarlo.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Qué hostia

Septiembre empieza con fresco en algunos lugares de la Península Ibérica. Por el sur, siguen los incendios y arde Marbella, qué imagen.

Resulta simbólico el fresco y el fuego a un tiempo, que es un poco la sensación que estamos teniendo todos ante lo que se avecina. La subida del IVA, que ha caído en fin de semana -en primer fin de semana de mes-, coincide con la apertura de las tiendas el domingo. Qué emoción. Ya de por sí terrible hacer compras un domingo para que además lo percibas todo más caro. No me importa tanto la subida en sí -que me hace apretarme más el cinturón, sin duda, ya casi no puedo respirar-, sino lo que psicológicamente conlleva: engaño, entuerto... Y a un tiempo, el gobierno español insufla dinero a Bankia.

En unos días, la canciller alemana estará por aquí y no será muy bien recibida. En el ambiente se percibe calor aunque no ha provocado fuego de momento. Pero los españoles aún no han reaccionado. Aturdidos todavía por la resaca de las vacaciones, del verano que acaba, y con las ligas, copas y supercopas que adormecen, no son conscientes de que por fin llegó el temido septiembre. A las subidas de las facturas y de los productos más básicos se unen las medidas drásticas para terminar con la sanidad pública básica para los inmigrantes sin papeles, la eliminación de la paga de Navidad de los funcionarios, los despidos vergonzosos amparados por el gobierno y que se avecinan en multidud de empresas, la caída de la cultura debido a la subida del ocio en todos los sectores, cine, teatro, musicales... Y seguro que me estoy olvidando de algo.

La vuelta al cole de septiembre es una hostia en la cara aunque no queramos sentirla y hagamos como que no nos está doliendo. Hasta a los favorecidos por el sistema les tiene que joder, a nadie le gusta pagar más por respirar de repente, cuando hasta ahora no se sentían constreñidos. ¿Empezará la gente a morir en las puertas de los hospitales por no tener papeles, o apaleados por la policía tras una manifestación pacífica a la que tienen derecho pero que el gobierno califica de "disturbios" y "golpes de estado"?

Tengo miedo. Miedo a la derechona que vuelve con fuerza, miedo a esta Europa que excluye al pobre y deja  la deriva, en un islote, a un montón de inmigrantes recién llegados en patera, que mira hacia otro lado para no verlos. Miedo a Clint Eastwood, asqueada por ese Harry sucio y atroz que defiende la basura blanca de su país con un rifle -cómo engañan algunos a través del arte, que no es la vida ni el artista, se me olvidaba-.

Sé que me queda mucho por ver este septiembre, octubre, noviembre... Mucho por consumir, aunque no quiera, mucha vergüenza por sentir por este país y por quién me gobierna, muchos gritos por proferir y muchas calles que patear con mi pueblo, con El Pueblo, para defender lo que es justo y a quienes merecen más justicia, los más desfavorecidos. Y sé, sin duda, que me queda mucho por hablar, por decir, a aquellos que me pregunten"¿Y para qué vale, si salir a la calle no sirve para nada?". Y una vez más tendré que explicarles que hacerse oír le hace a uno más humano, más persona, más solidario, y en consecuencia más feliz. Y que la felicidad no está en las compras los domingos ni en mirar para otro lado, la tenemos ahí y no se nos ocurre atraparla. Con lo fácil que es.