lunes, 31 de octubre de 2011

Restos de memoria

Intento imaginar cómo tiene que ser. Que años después, y tras búsquedas infructuosas, una generación más de por medio, te llamen para decirte que algo saben de los restos de tus abuelos. Los buscaron tus padres toda su vida intentando así darles un descanso digno, la paz que no tuvieron en vida, pero durante la contienda murieron, en esa guerra que muchos quieren olvidar, no sé por qué, con lo hermosa que es la historia aunque los hechos sean dramáticos -cuáles no lo son- siempre para algunos, otros salen mejor librados, sus muertos sí en cementerios, en hermosas tumbas, llenos de flores.

Muchos muertos fueron incinerados, pero también después enterrados para ser visitados, tan importante el lugar donde charlar con los muertos, el espacio donde recogerse y en el que conversar con los tuyos sin que nadie te observe, sin que puedan juzgarte, cada tumba sin embargo con un tipo de piedra o de flor, más cara o barata, marcando también las clases sociales. No son lo mismo los muertos pobres que los muertos ricos, estos mantienen su estatus incluso bajo tierra.

Pero hay muertos inencontrados e inencontrables que dejaron a sus familiares sumidos en la duda de cómo murieron, de si existieron realmente, de si pasaron por el mundo. Los recientes descubrimientos de fusilados del franquismo atados con alambre en Ciudad Real me hacen pensar en cómo ha de ser reencontrarse con el duelo tantos años después, celebrar unos funerales tan a destiempo, muertos ya los que debieron haberlo hecho, los que tuvieron que haberlos llorado pero que sin embargo están ya también muertos, esos herederos dolidos y aturdidos pero no tan desesperados como para sentir del mismo modo la pérdida del que fuera su abuelo, su tío segundo, a lo mejor.

La restauración de la dignidad, de la memoria, de la historia, es lo que las familias de esos fallecidos tendrán, este día, 1 de noviembre, como un regalo que nunca olvidarán. No habían podido olvidar esa historia familiar coja, incompleta, que sus padres les contaran, pero ahora pueden terminar el puzle, poner la última ficha, cerrar el ciclo, y las próximas generaciones tendrán un episodio más que añadir, cómo sus bisabuelos o tatarabuelos aparecieron un día con las manos atadas a la espalda, en una fosa, donde murieron fusilados por la ira de otros. Desconocidos y ocultos hasta ahora, salen a la luz como restos de la barbarie humana, como rastro de nuestra historia, de una guerra que no puede olvidarse, ni debe.

Vuelta a la realidad

Hoy es uno de esos días en los que la realidad cobra un sentido distinto. Vuelvo a estar en el mundo tras haber viajado, pisado otras tierras que no son las de mi ciudad de residencia habitual. He visto mares y marineros tan blancos que a través de la piel se les adivinaban las venas de sus brazos. He sentido cómo fueron otros momentos parecidos, cuando los ciegos de aquel país volvían de pronto a ver y el corazón me dio un vuelco. He recordado la desgracia de aquella mujer abandonada a su suerte tras quedar mancillada por el tal Juanito, Fortunata la llamaban, qué lejos de su destino el nombre, qué ironía. Me recuerdan momentos como hoy a aquel también, menos literario pero igualmente absorbente, en el que el hombre que odiaba a las mujeres es finalmente liquidado como un monstruo. A través de su víctima mayor, representante de todas las que él asesinó, viajé a la Suecia actual y llegué también, por cierto, a Lindqvist y a una niña vampírica y entrañable que dejaba entrar al compañero con el que jugar, nada más.

Desde días como estos, por supuesto, he estado también en el pasado, en las tierras castellanas que aborrezco, pero amo a través del loco cuerdo que las holló junto a su fiel escudero. Y de escuderos fieles me remonto al final de la gran historia de mi juventud, del gran libro de fantasía, en el que Frodo, finalmente, se deshace del tesoro, gracias a la ayuda de su Sam.

Cada vez que me han abandonado, algunos después de meses, la mayoría conmigo día y noche, me pregunto cómo será la relectura y creo que nunca será lo mismo. El placer de la primera vez, del descubrimiento, del desenlace que nos deja temblando porque se acabó de pronto lo que nos rodeó durante tanto tiempo, es solo comparable a cuando uno escribe y sabe que lo que está contando terminará también, como ahora, para siempre. Habrá otros escritos y otros días y otros momentos, pero no serán este, y da pena que se acaben, aunque duren años, unos días solo, una hora apenas, unos minutos, lo que tardas en fabricar un tweet, un microrrelato o el verso de un poema. Lo bueno, como hoy, y a pesar de haber terminado de leer la última de novela de uno de mis autores favoritos y de estar a un tiempo terminando mi reflexión de este final de mes en el que cumplo 31 escritos que nunca pensé llegar a expresar, es que la realidad recibe, pase lo que pase, con los brazos abiertos para que te metas de nuevo en ella, siempre hay un hueco esperando.

domingo, 30 de octubre de 2011

La visita más esperada

De Halloween o la Noche de Brujas se ha hablado mucho y mal en España por creerse que se trataba de una fiesta puramente norteamericana y que como tantas estúpidas costumbres de Estados Unidos, había llegado a nosotros para modificar nuestras tradiciones europeas clásicas.

La noche de los muertos, el deseo de encontrarse con ellos, de no asumir que con la muerte se acabo el contacto visual y verbal con la persona fallecida, se remonta en Europa a un periodo anterior al cristianismo. El origen parte de la fiesta celta llamada Samhain -palabra proveniente del irlandés antiguo, Samaín en gallego-, que significa fin del verano. Era el final de la temporada de cosechas para los países celtas, el comienzo del año celta, el comienzo de la estación oscura.

En muchos lugares de España, como en Galicia, se sigue celebrando la fiesta pagana, en la que la cara tallada en la cáscara de la calabaza servirá después como máscara para cubrir el rostro en el Introito o carnaval gallego. Con la cristianización de la Península, la fiesta pasó a ser la de todos los santos, mucho más triste y oscura, y más evocadora de la España franquista que de la celta.

Los celtas creían que con la llegada del Samhain se hacía más fina la línea que separaba el mundo de los vivos del de los muertos, por lo que era probable que sus queridos familiares y amigos fallecidos los visitasen. La tradición de disfrazarse de espectro o de ser terrorífico se ha mantenido porque se pensaba que con los muertos amados llegaban también espíritus malignos a los que había que asustar, de ahí las caretas en las calabazas y en los rostros deformados.

Me encanta esta historia y su origen porque no es lo mismo pasar de una a otra estación, de la calidez al frío, con los muertos de nuestro lado, que con vivos que parecen muertos visitando tumbas vestidos de domingo. Me gusta más la alegría de los niños, el color rojo y naranja, el truco o trato, que la pesadez y las lágrimas de los cementerios. En las culturas celtas la vida y la muerte estaban estrechamente ligadas y no se dramatizaba del mismo modo trágico la pérdida del ser querido, quizá por la posibilidad del reencuentro en esa última noche mágica de octubre. Las luces bajas, las palabras quedas, los susurros en la ventana no deben asustarnos, quizá un antepasado quiera visitarnos desde el otro lado. Da más miedo este, con todo lo que contiene y en el que muchos vivos se parecen demasiado a los espíritus malignos, a los que no logro ahuyentar ni con el más terrorífico de mis rostros.

viernes, 28 de octubre de 2011

Como pez en el agua

En las clases de natación a las que voy dos veces por semana, me siento como en la vida. Hay compañeros competitivos, también tímidos. Otros te adelantan y te salpican y casi te hunden porque no se fijan en que estás delante. Los hay que ni te saludan y desde su mirada oculta tras las ortopédicas gafas te adelantan veloces sin mirarte siquiera, sin reparar en tu existencia. Los días de piscina varían, como en la vida, y los hay que te hundes a cada rato y pierdes el ritmo o te lo hacen perder, y otros en los que, como en un hermoso baile ensayado de antemano, los cuerpos fluyen sin rozarse, manteniendo las distancias, sonriendo en los descansos.


Cada día que pasa voy conociendo más a la gente de mi clase y sin duda equiparo sus actitudes a las de las personas con las que me cruzo a diario -­sin bañador y caminando por mi vida- en las que un pequeño gesto delata su desinterés o su deseo de ayudar al que lo necesita. Hay humanos que no se comportan como tales aunque todos seamos el mismo cúmulo de vísceras y huesos, de estupidez y ternura. A pesar de que acabaremos del mismo modo, los hay que creen que adelantándote, compitiendo, tendrán un punto más, allá donde vayan, el caso es estar por delante.


Me gustan los retos y competir hasta cierto punto, no apabullar, pisar ni hundir al que va a mi lado. Miro a los de atrás, estoy pendiente de quién va delante, conduzco por esta vida como creo que debe hacerse. El resto, que la deshumanización agresiva del entorno nos inculca, es para otros, no me va nada, y me gusta compartir una piscina, respetar las distancias, no chocar con el de delante, no ir más deprisa que él si sé que no puede nadar igual de rápido que yo y que si acelero lo estaré presionando. En fin, intentar que todo sea más tranquilo y llevadero, no veloz porque sí, rápido porque entonces no seré nadie. Qué triste tener que destacar en el machaque cuando lo bonito es ir en paralelo.

jueves, 27 de octubre de 2011

El otoño imaginario

Daría lo que fuera por un horario laboral europeo de esos de los que he oído hablar. Cuentan que en las agencias de publicidad alemanas, por ejemplo –supongo que no en todas– tienes que cumplir con tu jornada de ocho horas diarias que puedes distribuir a tu antojo de seis a diez de la noche. ¿Qué haría?, me pregunto. Creo que elegiría el horario de mañana. Quizá no me levantaría tan temprano, iría a correr y después de una ducha caliente, hirviendo casi, a trabajar. Después de comer me echaría una siesta y a la vuelta trabajaría, ahora sí, hasta las 8 o las 9, pero con el día lleno de cosas. Intento hacerlo a diario, llenarme lo más que pueda de lo que hay a mi alrededor.


Voy recogiendo lo que me llama la atención y me parece positivo aunque a veces se cuele lo negativo porque también me afecta lo injusto. Veo la vida de los que me rodean cada mañana, las mismas caras que se cruzan conmigo en el paseo al metro y que sin duda son ya más conocidas que las de los absolutos desconocidos. Una madre va delante de mí tomándole la lección a su hija, que responde somnolienta a una cuenta matemática o conjuga un verbo irregular. Más adelante una mujer con tacones es salpicada por un charco y suelta una maldición. La veo cada mañana y hasta ahora no había oído su voz y lo que oigo me desagrada y me decepciona en cierto modo su vulgaridad, por el rostro me había parecido más amable. El guardia de tráfico de ese semáforo del Paseo del Prado me hace un gesto para que cruce, nos conocemos ya de estas mañanas oscuras en las que voy encogida pero feliz, asimilando el día, despertando poco a poco.


Pienso en el horario europeo, en anchas avenidas con pocos coches y muchas bicicletas, en un río atravesando la ciudad y siguiendo mis pasos, pero me consuelo entonces con el clima español, mucho más cálido que en esos países tan civilizados. Hoy, sin embargo, el tiempo alegre parece haberse tomado un respiro. Eso sí, la boina que nos cubría ha desaparecido. Yo llevo la mía de lana negra bien encajada, como parte del resto de mi cuerpo, como una prolongación del pelo. Me gustaría estar en otra ciudad esta mañana, con otras personas, hablar en otro idioma, ser otra por un momento. Tener una bicicleta y pedalear hasta llegar al trabajo, que estaría en un pequeño edificio antiguo de solo tres pisos en el que habría un patio interior lleno de plantas y una fuente en el centro que sonaría hermosa, el agua fluyendo incluso los días de lluvia, como el de hoy. Estoy confundida, es de noche aún cuando entro en el metro, que me recibe con una vaharada de aire caliente después de cuarenta minutos caminando y de repente ni siquiera sé qué ciudad es esta ni qué aprenderé hoy, pero algo sí, seguro, aunque solo sea imaginario.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Un poco más a la derecha

Ser honesto y riguroso, aunque duela, es la tarea de un buen periodista, o al menos del que se dedique en serio a su profesión. No se deja uno llevar por la rabia, la cerrazón, la imposición, a las que la derecha –y la ultraderecha, que no ha desaparecido, no nos engañemos, solo se ha refugiado en la democracia y en un partido que conocemos bien– está acostumbrada. Desde los distintos medios de comunicación como la televisión, la radio y los periódicos se ha criticado, dependiendo de la ideología que los caracterice, a unos u otros políticos, beneficiando a este, denostando a aquel, es algo lógico. Pero qué duda cabe que cuando se trata del insulto y la zafiedad más flagrante, la derecha se lleva la palma. Estos medios supuestamente serios se leen, se ven y se escuchan desde hace años y con el paso del tiempo da la sensación de que su lengua se ha vuelto más afilada cuando las cosas no han salido como querían.


Los llamados apolíticos –error, siempre se tiende a algo, nos guste o no– detestan este tipo de comentarios y te dicen: ¡Pero si son todos iguales! Y yo me encojo de hombros y ya no discuto pues este tipo de parásito ha existido siempre en la sociedad, y es el que toda la vida ha chupado de la energía de los demás y gracias a eso ha subsistido, es el ser que vive en democracia y libertad gracias a otros pero que es de los primeros en protestar cuando algo no le gusta, en pedir cuando se trata de dinero común y servicios sociales pero en cuya elección no ha participado porque no vota –faltaría más– ya que todos los políticos son iguales, dice. Es indudable que generalizando así, todo es mucho más fácil pero también más inhumano y desde luego mucho más cínico. No creo, en absoluto, que todos los políticos sean iguales, que todos roben y se rían de los ciudadanos, que todos vayan a recortar a partir del 20 N, gane el que gane, en los mismos campos. No, no lo creo, y esos que dicen que todos son iguales tampoco, pero pensar duele, y mucho, por lo que es mejor bordear el asunto y dejarse llevar por la corriente. Más cómodo es, no cabe duda.


Se ha presentado el libro de José María Izquierdo, Las mil frases más feroces de la derecha de la caverna, en el que pienso cuando escribo estas líneas, que me dejan mohína porque nunca, nadie, podrá callar la boca a los insultos, a la holgazanería verbal que caracteriza, ha caracterizado y, desgraciadamente, caracterizará a la derecha española. La chulería, el grito frente al raciocinio, el Váyase, señor González, tristemente famoso como ejemplo de mala educación y desprecio a la Democracia y a las normas de convivencia y respeto más básicas que algunos, ni habiendo estudiado en la privada, han asimilado. Algo espeluznante hay un poco más a la derecha, mucho cuidado. Y esto va para los apolíticos.

martes, 25 de octubre de 2011

Nunca se sabe

Me gusta compartir. Compartir una buena comida, una buena película, unas vacaciones, el tiempo libre, los textos que escribo. Compartir es una de las actividades que da más sentido a mi vida. Esta, que considero muy valiosa, también está formada de lo que los demás han compartido conmigo a lo largo de los años. Los buenos amigos su tiempo, sus conversaciones, sus opiniones, sus casas, en las que he dormido, he veraneado y he vivido. La familia todo, siempre, nunca ha escatimado en cariño, apoyo, verdadero afecto, el “lo mío es tuyo” a ultranza. Y las parejas, claro, cuando están y te quieren, que entonces también comparten, lo que pueden, mejor o peor, lo intentan, su vida diaria inevitablemente unida a la tuya. En el mejor de los casos, incluso compartes el espacio, cuando las cosas van más que bien entre vosotros y te dices, adelante, este es el momento y esta la persona. Después, y aunque no queramos pensarlo porque es una idea triste, lo normal sería que se terminase, en unos años, en un tiempo, no va a ser para siempre. Yo, sin embargo, y a pesar de la fugacidad del afecto, prefiero pensar que sí, que será para siempre aunque después sea solo provisional o dure un tiempo muy corto, al menos mucho menos de lo que deseábamos. Compartir implica también asumir que las cosas a veces pueden fallar, y aunque uno crea que todo lo deseado es posible y del mismo modo apreciado por el otro, no en todo momento se es comprendido ni amado como se esperaba pero aproximarse ya es mucho, y eso nadie te lo dice y lo aprendes con la edad y la madurez.


He compartido piso con amigas, con pareja sentimental, con familiares, con extraños. De todas las vueltas que da la vida una de ellas me dejó en un bonito estudio que después fue piso y en el que me he acostumbrado a moverme a mi aire. Quizá en breve también haya de cambiar porque solo pueda pagar algo más pequeño o bien me dé por compartir un nuevo espacio con alguien, esa persona que piense que puedo ser para siempre y que merece la pena intentarlo conmigo. Y por supuesto, en quien yo piense antes de llegar a casa para compartir la cena, el día, la cama, el sueño, la vida, nunca se sabe.

lunes, 24 de octubre de 2011

La política del cangrejo

A algunos políticos –muchos–­ les encanta saltarse las normas y también las expresiones, que renombran a su antojo, y ­así, ir un paso por delante, por ejemplo, como se suele decir, se convierte en ir un paso por detrás –sobre todo para algunos– del resto del mundo, de lo conseguido y, o se cargan lo que el anterior partido político hizo cuando estuvo en el poder en la antigua legislatura o retoman leyes e ideas del pasado que ni siquiera fueron promulgadas por los de su ideología. Sorprendente, pero cierto.

Los democristianos de CiU proponen terapias psicológicas y tratamientos para curar la homosexualidad. Rajoy, por otro lado, dice que si gana las elecciones no derogará la ley del aborto actual, aprobada por el gobierno de Zapatero, sino que la reformará. Su gran plan es volver a la que en el año 1985 se aprobara durante el gobierno de Felipe González–vuelven fuertes los ochenta–. Yo creo que hay cierto punto de intención de progreso al mencionar a Felipe González, todo un clásico, y al situarnos en los ochenta, que quieras que no es también muy enrollado en estos tiempos –ya empieza a pasar de moda, ojo–. De esta forma, todo lo que pudiéramos pensar de él relacionado con un pensamiento retrógrado y obsoleto queda en un segundo plano.

La ley del aborto de 1985, señor Rajoy, fue modificada por el actual gobierno en el 2010 por anticuada y propia de los primeros pasos en los ochenta de un gobierno socialista en una recién estrenada democracia. Está bien volver a las antiguas modas, retomar viejas canciones y rescatar del armario las hombreras, pero volver a una ley que, temerosa, había de escudarse en el daño psicológico que podía ocasionar a una mujer llevar adelante un embarazo no deseado –como si fuera una trampa o una excusa y no cierto el daño– para no enfrentarse a los, como siempre, ultraconservadores partidos de derechas y que provocó –y no evitó, como pretendían– más abortos de los esperados, tanto que se batió un récord en el año 2008, me parece sencillamente algo obtuso –muy propio de usted, por otro lado–, no tenaz ni inteligente, sino irritante, aunque sin duda acorde con su pensamiento anticuado, conservador y poco realista. Sus niñas queridas, sus impolutas y hermosas niñas menores de 16 años de derechas no podrán abortar sin el consentimiento de sus papás, que estarán de acuerdo con la interrupción del embarazo, pero sin escándalos y en Londres, como toda la vida, y de paso madre e hija podrán aprovechar para hacer unas compras. Y es que los trapos sucios –demos una vuelta al dicho popular, ya que estamos–, no se lavan en casa, sino fuera, bien lejos, como Dios manda.

Los otros días de la semana

De niña, en ocasiones, mi madre me dejaba quedarme en la cama en vez de ir al colegio. Era invierno, llovía o nevaba fuera, y nada más despertar solo deseaba seguir durmiendo, arropadita entre las sábanas. Y entonces llegaba mi madre para hacerme levantar y yo le decía: “Hoy tengo sueño, déjame quedarme”. Y me besaba y me decía que de acuerdo, que siguiera durmiendo y después me invitaba a desayunar fuera de casa, a mi hermano y a mí. Así, dormíamos los tres un par de horas más, desayunábamos juntos e íbamos a ver un museo o a comprar libros. Me encantaba, a quién no le hubiera gustado vivir eso. Creo que he hecho realidad la fantasía que muchos niños han tenido y nunca pudieron llevar a cabo, quedarse en la cama sin ir al colegio un día lluvioso o helado sin sol. Al día siguiente de la falta, por supuesto, llevaba un justificante por enfermedad escrito por mi madre. Así, visité todos los museos de la ciudad. Llevábamos poco tiempo en Madrid, y aunque mi madre ya los conocía, fue una novedad, creo, para ella también, volver a verlos conmigo y con mi hermano.


Eran días únicos y especiales por lo insólito y lo poco frecuentes, y era precisamente por eso por lo que me gustaban, porque rompíamos la rutina y de repente un lunes o un martes era tan asombroso como un viernes o como días que no se parecían a ninguno, daba la sensación de que fueran independientes al resto de los siete, un tiempo paralelo que solo vivíamos nosotras y mi hermano.


No fueron días de estudio perdidos, fueron días de cariño y de aprendizaje. Aprendí a mirar un cuadro. En el Prado, la historia de Austrias y Borbones, que mi madre conocía al dedillo y le encantaba explicar. En las librerías me enseñó a husmear y a escoger y compartimos el placer de la lectura de Galdós, tanto el de los Episodios como el de las novelas. Era similar a las clases de apoyo escolares, mucho más divertidas y lúdicas. Era una madre de lujo, de las que ahora no abundan porque todas trabajan y no hay tiempo de saltarse la rutina, de tener buen humor, de sonreír, de mañanas de invierno entre las sábanas, de días extra con los hijos.


De adulta, en ocasiones, pienso en quedarme en la cama, arropada entre las sábanas un día frío y desangelado o lluvioso, como el de hoy, y no ir a trabajar pero siempre acabo levantándome y soñando con hacer mi sueño realidad, algún otro día, cuando alguien me diga: “Hace mucho frío fuera, quédate en la cama hoy, no vayas a trabajar”. Y que me haga el justificante para la mañana siguiente.

domingo, 23 de octubre de 2011

Los domingos lluviosos

Los domingos lluviosos son distintos en la infancia y en la edad adulta, en una ciudad y en el campo, en un barrio y en otro, en una ciudad de provincias y en una gran ciudad.

Hace unos años me despertaba el olor del caldo desde muy temprano, el que preparaba mi madre los domingos. Se colaba bajo la puerta de mi cuarto, y antes de despertar del todo sabía el día que era y la pereza me llevaba a darme la vuelta en la cama y continuar durmiendo. Era raro levantarse, ir a la cocina, y entre el olor del cerdo y de los grelos, ponerte un café y unas tostadas, pero qué remedio. Me llevaba una bandeja al salón con el desayuno para evitar el fuerte olor, y al terminar miraba por los cristales empañados por la cocción y el calor que contrastaba con el frío y desapacible día exterior. Pintaba mi nombre en el cristal o hacía un hueco desde el que mirar y a veces volvía al calor de las sábanas, el olor impasible, en el aire, hasta la noche.

Hay domingos de desayunar y meterte en la cama, de hacer el amor sin tener en cuenta el tiempo, de salir a correr con la fina lluvia cayéndote encima -un placer que hay que probar-, de pereza y sofá con libro en el regazo durante horas. Los domingos lluviosos de los niños son de pijama y zapatillas y dibujos animados, de cuentos y deberes que no cuesta hacer, de estudio y juego porque da tiempo a todo, el tiempo alargado de un modo maravilloso esos días húmedos que rematan la semana.

Hay domingos lluviosos de manifestaciones tristes en las que el ciudadano sale a la calle con la ilusión de la reivindicación pero también el dolor y la rabia de la derrota anticipada colgada del rostro. Hay de todo. Los domingos lluviosos en el campo son tiempo de paseo, de verde y de nostalgia, de frescor en la cara y picor en los ojos. De botas y olor a estiércol, de vacas y de chubasquero.

Mis domingos lluviosos han sido urbanos en su mayoría, que es donde más se notan los domingos, por eso a veces lo mejor es quedarse entre las sábanas, leer el periódico, un buen libro, quizá, y olvidar, olvidar que es domingo y que llueve pero al mismo tiempo asomarse cada cierto tiempo al cristal empañado por lo que se cuece en el fuego y sentir lo bien que se está en casita.

sábado, 22 de octubre de 2011

La mala educación

Hay torturadores y torturados, asesinos y víctimas. Si en el colegio alguien te pegaba a la salida cada día, o día sí y día no, durante meses, y un día te anunciaba el fin del maltrato pero al poco tiempo volvía a hacerlo, la siguiente vez que decía que dejaría de pegarte ya no te fiabas, y efectivamente, a las pocas semanas, de nuevo te golpeaba con renovada energía. A la tercera o cuarta tregua no lo crees, desconfías, pero te alegras lo que dura porque la pesadilla y el dolor te dan un respiro. El caso es que un día es definitivo y el cese de la violencia cierto. No más matones, no más abusos. No exiges ni siquiera un perdón, solo un fin.

Cuando en la transición española democrática tras el franquismo todos los partidos políticos se pusieron de acuerdo en olvidar para continuar la vida en paz, muchos se sintieron defraudados, con razón, pues no eran igual los muertos de los vencedores que de los vencidos, legítimos y víctimas de una violencia impuesta. No pagaron su culpa los abusadores, los dictadores y sus acólitos, que se integraron como camaleones adoptando los colores de la democracia para pasar desapercibidos y beneficiarse de todo lo que esta les ofrecía.

La decisión de una organización terrorista que lleva actuando muchos años en España de abandonar la violencia como medio de expresión puede causar escepticismo, sí, pero no decepción, no ira, no rabia, no resentimiento. Son los que más protestan por este anuncio del cese de la violencia armada de la banda terrorista, falsa en su opinión, demasiado tarde -puede-, insuficiente, etc., los que no quieren remover el pasado y hacer justicia, con la memoria, a nuestros muertos por culpa del franquismo. Los mismos que nos metieron en una guerra injusta, para ellos la cruzada noble contra el terrorismo islamista -qué triste y trasnochado suena ya esto- y nos cargaron con otros tantos cadáveres a las espaldas una mañana de marzo que también quieren hacernos olvidar. Y son ellos los que cada vez que algo que no les conviene políticamente, aunque sea una alegría para el país, demuestran una cerrazón mental y una intolerancia solo justificable por su educación antidemocrática, por su mala educación.

Quiero recordar, tener la opción de olvidar, ser libre para manejar mi memoria y respetar siempre la de otros que padecieron porque yo esté aquí hoy, escribiendo, mostrándome sin miedo, sin temer censuras ni castigos.­

viernes, 21 de octubre de 2011

Muertos civilizados

Se llevan mucho los dictadores muertos, asesinados y vejados en nombre de la libertad y la justicia, a los que primero se quiso y se apoyó con celo porque tenían algo que ofrecer y después se hizo matar o al menos no se hizo nada por evitarlo.


Los muertos en portada, como el desnudo más vulgar, atraen a navegantes y lectores a la prensa que jalea la imagen insólita y morbosa que no podemos obviar aunque queramos y nos lleva a pensar en lo poco que somos y en lo mucho que compartimos, ante la muerte todos igual de impúdicos y desvalidos, como en el sexo.


Me asquea esta parte del periodismo, y como una vez leí en un artículo de Marías, no sé hasta qué punto es necesario ilustrar la noticia de un asesinato o linchamiento con la foto macabra y horrenda del cuerpo sin vida, del rostro sin alma. Primero aceptados y elogiados, después denostados por los mismos gobiernos, los dictadores lo son siempre que lo digan los adalides de la democracia, no antes, y es entonces cuando se va a por ellos. De repente el cuerdo es loco.


La hipocresía moral de ciertos gobiernos y de la política en general ya no me sorprende, quizá sí sus consecuencias, la venta de una noticia que sin pornografía no sería nada, que sin la foto humillante y desoladora, sin el vídeo del asesinato perdería el valor que ha ganado en unos minutos desde que apareció en la Red. Esos seres que secundan las acciones, esos profesionales del comercio carnal que venden lo más vulgar y después harán aparecer la gran foto –a estas horas ya son varias– en la prensa gratuita y amarilla –gratilla–, que leen por igual jóvenes, viejos, incluso niños, en el metro, mientras la madre duerme en el asiento de al lado –no se le ocurrió comprarle un cuento…–, españoles, inmigrantes, en la Europa civilizada emigrados, en la Europa justa explotados y testigos de las muertes de los dictadores desde su sueño mañanero en el transporte público, afianzados en su insólita posición de detractores –Qué bien que lo mataron, dirán llenos de razón porque eso es lo que creen que han de decir, hoy no molestan ni son insultados, hay algo peor que ellos– desde este lado del mundo tan honrado que muestra la muerte de Gadafi hoy, ayer era Sadam, quién será después. La memoria puede fallar o hacerse uno olvidadizo por decisión propia, pero la historia no deja de repetirse ni la pornografía de venderse y de mostrarse, y gratis.

jueves, 20 de octubre de 2011

Llegó

Comencé ayer a escribir sobre la falta de otoño y la reivindicación de la nostalgia pero hoy parece que por fin ha llegado, luminoso, así que he de cambiar de tercio. El viento se ha llevado parte de la boina que nos cubría –aunque la señora Botella diga que ella no sabe nada de boinas–.


Ayer iba a reivindicar el otoño, la vuelta de las estaciones, no esta mezcla de ellas que me han dejado ausente y me llevado a pisar hojas en agosto y tostarme al sol de octubre.

Pero ya está aquí, con el fresco de la sierra afilado que me corta los labios, la cara y me enrojece la nariz. Mis paseos mañaneros serán a partir de hoy distintos y las calles se llenarán de hojas, como las de esta mañana, que se han ido amontonando por grandes grupos durante la noche y me han permitido no tener que saltar como una niña de un lado a otro de la acera para pisar las más gorditas, las que sabes que sonarán cuando las aplastes con la suela. Hoy todo era un crujir el caminar por el paseo del Prado y las personas con las que me cruzo cada mañana iban un poco más encogidas de lo habitual pero felices porque por fin llegó el otoño.


También me gustan los días de otoño en los que las mismas hojas que sonaban ayer, de repente, mojadas y silenciosas, se te pegan en la suela del zapato y te hacen resbalar un poco. Me gusta la lluvia en otoño, que no llega, y aunque sé que me va a deprimir un poco, lo prefiero a esta ausencia de agua que me perturba y me deja en un limbo de estaciones.


Ha llegado mi otoño madrileño de marrones y verdes como sus habitantes, duros, hechos a esta ciudad atareada que se vuelve más complicada con el otoño en marcha pero también más hermosa y despejada, serrana y brillante. La luz del otoño madrileño me da alas y viento y ganas de bufanda, de meterme en el cine, de siesta con mantita, de Bach a todas horas.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Como en casa

Me gustan las ciudades grandes porque a veces me suceden cosas curiosas que no esperaba y me dan vidilla. Me atrae de ellas la oportunidad de poder conocer gente nueva a diario y al mismo tiempo moverme por lugares en los que veré las mismas caras y compañías que el día anterior. Perderse y encontrarse, el juego de las ciudades. Puedes cruzarte con personas a las que no veías hace años o no cruzarte, aunque quieras, con quien querrías. Sentirte extranjero y como en tu propia casa: en esta paradoja me balanceo. Una ciudad por la que salir a caminar sin rumbo fijo y no saber si vas a terminar en un cine, en casa de un amigo o haciendo algo sorprendente.


Hace un par de meses, buscaba un libro en la calle Hortaleza y me dirigía a una librería de viejo para comprarlo. Cuando estaba llegando, me paró una viejecilla con olor a alcanfor. Amable, sonriente y muy maquillada, el pelo corto bien tirante, llevaba una cartera en la mano, una especie de neceser. Algo encogida, me miró desde sus ojos claros mal pintados y me dijo si le podía hacer un favor. Abrió la cartera que llevaba y sacó unos pendientes de brillantes y perlas. Los tendió hacia mí. Ella sola no podía ponérselos. Me fijé entonces en sus manos temblorosas y pensé que era imposible pudieran acometer una tarea de precisión como introducir en los agujeros de sus orejas unos pendientes. Vivía ahí mismo, dijo, pero sola, y su pulso no era el de antes -se disculpó-. Al rato me aparté con ella a un lado de la acera para no interrumpir el tránsito de viandantes, que abundan en esa calle. Y sí, de repente, una hora después de haber salido de casa, algo oscuro el ánimo a pesar del verano e intentando consolarme con la compra del libro que llevaba esperando unos meses, me encontraba poniéndole unos pendientes a una mujer desconocida en mitad de la calle. Después de agradecerme efusivamente la ayuda y de darme el número de su portal y de su piso para que la visitara cuando quisiera –vivía al lado de la librería a la que iba yo-, nos despedimos. Noté que cojeaba y entonces se levantó el vestido por encima de la rodilla y me enseñó una cicatriz: “El médico me recomendó ejercicio, así que voy a unas clases de baile que da el Ayuntamiento. Por tres euros lo pasamos muy bien”. Eran las seis de la tarde y hacía un calor asfixiante, de agosto madrileño. Se alejó feliz con su cojera y sus pendientes, práctica, espléndida, conmovedora sin saberlo. Y a mí el ánimo se me iluminó y en la calle Hortaleza me sentí como en casa.

martes, 18 de octubre de 2011

Qué suerte

Me debato entre creer en el azar o en la suerte, y es así que voy adaptando los sucesos que acaecen y los coloco en uno u otro lugar.


Cuando consigues un nuevo trabajo y todos tus conocidos están en paro el comentario habitual es: “¡Qué suerte!”. Si te dan un premio por tu valía o un bono en la empresa que te gratifica por un duro año de trabajo, de nuevo oyes: “¡Qué suerte!”. Del mismo modo, cuando alguien no encuentra trabajo porque no busca, no envía currícula actualizados a las empresas, no investiga nuevos lugares en la red donde colgarlos, no pregunta, no husmea, no patea, los que le rodean dirán, cuando escuchen que no encuentra trabajo y por eso vive del paro: “¡Qué mala suerte!”. Nadie, jamás, se atreverá a decirte: “Tienes que buscar más, no trabajas porque no te lo curras lo suficiente”. Y no es que no lo digan por hipocresía y en el fondo piensen eso pero no se atrevan a decírselo al amigo, es que realmente creen en esa mala suerte porque si les sucediera a ellos pensarían exactamente igual y no es bueno creer que un colega no se esfuerza demasiado y tener que aplicarse el cuento uno mismo antes o después.


Esas malas suertes nos consuelan, al igual que creer en el azar, pues gracias a ellos podemos relajarnos, ya que nada dependerá exclusivamente de nosotros y del esfuerzo personal, siempre se va a ver empañado nuestro logro o fracaso por una intervención ajena, quizá divina. Algunos creen en Dios y otros en el azar y en la suerte, que si lo piensas es un poco igual, porque para creerse toda esa historia de un Dios que crea el mundo de la nada y nos vigila y nos castiga, en fin, cuesta creerlo, me resulta más verosímil Mordor y la Tierra Media, al menos Tolkien lo contó mejor.


Ahora me debato entre el azar, la suerte y algo más, el merecido premio, que una educación cristiana católica me impide disfrutar, pues no es posible recibir algo sin tener que hacer algo más a cambio e incluso sufrir un poquito por ello. No se entienda la simple satisfacción y el simple abandono y disfrute por una tarea bien hecha. En esta sociedad del bienestar no puedes relajarte a secas sin dar gracias al cielo, sin quejarte de la mala suerte de no tener más que el otro a pesar de no esforzarte en conseguirlo como él hizo o en concluir que el destino me tenía deparado lo que soy. Qué cómodo, qué suerte.

lunes, 17 de octubre de 2011

Lo público y lo privado

La frontera entre lo público y lo privado se ha hecho más fina últimamente. Lo que antes guardábamos con celo, se muestra ante todos con descaro, sin importar que el mundo se entere de nuestras borracheras, nuestros amoríos, nuestros miedos y nuestras dudas, con más valor el estado presente inmediato para que me juzguen en el instante y me acompañen en el día, allá donde vaya.

He conocido personas a las que lo privado les incomoda. No, por supuesto, lo de los demás únicamente, también lo propio, y en cuanto les sucede algo digno de mención -o ellos al menos lo creen-, han de compartirlo, sea lo que sea, por mínimo e insignificante. Da la sensación de que si no lo hacen, no lo disfrutan, si no lo gritan a los cuatro vientos, no tiene valor. Para muchos, uno no vale ya sin los demás, y lo que quiera que haga no tiene valor hasta que no satisface a la masa o a esos pocos “amigos” que nos bailan el agua y nos felicitan por nuestros pequeños logros.

Hablo con mis amigos cada una o dos semanas, puede incluso pasar más tiempo, y nos ponemos al día en nuestras cosas, en lo que nos ha ido pasando, en los sucesos destacados, a veces sosos y no demasiado emocionantes. Si tuviera que contar lo que me sucede a diario creo que me volvería loca y volvería locos a los demás. No me interesa contar todo lo que sucede en mi vida, sea o no insignificante, no quiero saber de los demás a cada instante, me gusta cierta emoción y sorpresa, un e-mail o una llamada de vez en cuando, leer y saber de las personas a las que quiero o aprecio o admiro. Me repatean las noticias de semi conocidos en mi Facebook, desgraciadamente inevitables por los comienzos entusiastas cuando me uní a la red social, que me llevaron a añadir a mi lista de contactos a todo dios.

En una época de privatización de lo público, la vida privada se ha ido haciendo más pública que nunca, tanto, que ya no me sorprende nada de mí misma y soy de lo más previsible, igual que el resto. Qué pena, ¿no?

domingo, 16 de octubre de 2011

Votarás

Sucede que a veces aun estando solo, como siempre, uno se siente acompañado. Son momentos importantes, porque detrás de las palabras están también los gestos de un grupo de desconocidos que piensan como tú. Es esa sociedad que, sabemos, hace lo mismo que nosotros y una mañana de domingo se levanta, coge una papeleta, la mete en una urna y las cosas empiezan a cambiar.

Otro día alguien se sienta en una plaza, la de Sol, la llaman en mis sueños, y alguien más hace lo mismo, lo que anima al siguiente, y al siguiente, y entonces se ponen a charlar. “¿Tú por qué has venido?”. “No sé, te vi al pasar y me acerqué”. Empiezan a hablar entonces y se dan cuenta de que tienen mucho en común. Coinciden todos en que hay que cambiar las cosas. “¿Pero cómo?”, pregunta uno. Y poco a poco se van uniendo más personas con ideas de cómo hacerlo y la plaza se llena y entonces otros países se sienten identificados con esos que se sentaron en la plaza luminosa del principio y hacen lo mismo. Hablan, comentan, intentan cambiar el mundo como es, que no les gusta mucho. A unos les gustaría poder vivir sin preocupaciones pagando un alquiler lógico y adecuado a su sueldo. Otro desea tener un hijo, pero cómo va a hacerlo, son tantos los gastos. Su chica lo mira con una sonrisa y cierta pena y le dice: “Pues ya nos queda poquito, que yo no soy una niña…”. En Grecia, un hombre desesperado no quiere hablar y desaparece entre llamas, demasiado dolor para una vida.

Los días en los que se pueden empezar a cambiar las cosas huelen de forma diferente y todo lo que te rodea tiene esa nebulosa de los sueños que hace que no percibas con la nitidez habitual las caras ni las formas. Así, desde la mañana tienes la sensación de que algo está pasando porque empiezas a leer y a escuchar lo que tú mismo has pensado y sentido en los últimos meses. Cuando llegues a la urna pensarás en días atrás, en las marchas con tus compañeros, en la cantidad de cosas que están en juego, en la cultura, en la educación de tus hijos, en tu dignidad, en tu indignación, y votarás.

sábado, 15 de octubre de 2011

Mientras pueda

Dice un personaje de Gao Xingjian en La montaña del alma: “Yo, mientras pueda leer, soy feliz”. Cuando lo leí me sentí, claro, muy identificada porque leer es para mí la “actividad base” sobre la que giran todas las demás, ni siquiera la escritura puede competir, eso es algo propio que he de madurar. La lectura me permite evasión y reconocimiento y un aprendizaje inmediato que solo horas y horas de escritura pueden equiparar, con el consiguiente desgaste de energía.

Leer no me desgasta. Me anima, me activa y me alegra. Leo cuando voy en el transporte público, no solo los textos de mis libros, también los anuncios o los fragmentos literarios que han seleccionado para una campaña de la lectura en el Metro de Madrid y que se han pegado en el interior de los vagones pero que solo puedes leer cuando no te queda más remedio, apretujada contra el texto, leyendo como cíclope. Una vez sentados no se aprecian. También eso lo leo. Leo mucho los componentes de los alimentos cuando no tengo nada mejor a mano mientras tomo el primer café de la mañana, tan dormida que, aunque quisiera, no podría leer mucho más. Mastico mi tostada y con los ojos casi pegados leo los textos de la mermelada o de la mantequilla, mucho más largo y entretenido el de la caja de cereales. Leo una publicidad que recogí anoche en el buzón -todavía las mandan, hasta cuándo- y que me ofrece una limpieza dental gratuita, que incluye una valoración de mi boca. No me gusta demasiada luz a primera hora de la mañana, quiero ir despertando poco a poco, así que me alivia tener únicamente encendida en la cocina la diminuta luz junto a la campana extractora que me acompaña y no me incomoda, e ilumina solo lo necesario para no tomar mayonesa cuando lo que quería era mermelada. Lo justo.

Leo, camino al metro, los anuncios en las paradas del autobús, y últimamente mucho Se vende y Se alquila en los balcones. En las fachadas de los edificios y en algunas farolas han pegado anuncios personales de servicios económicos, en los que abundan las chapuzas a domicilio pero también las clases particulares. Me quedo con este: Doy clases de piano, de teatro, de todas las asignaturas de la ESO y de Tai Chi. Ya nada me extraña en estos tiempos.

Leo porque forma parte de mi trabajo y de mi profesión corregir lo que otros han escrito y para hacerlo he de leer primero, a conciencia, como si me fuera la vida en ello. Leo en pantalla de ordenador, leo en papel. Leo.

Leo los mensajes de mi teléfono móvil y lo que pone en las camisetas de mis compañeros de oficina, mensajes ingeniosos en una competencia silenciosa de ser los más originales. Leo y leo durante el día y por la noche. Cuando cierro los ojos, a veces aún el dedo entre las páginas del libro que me va a llevar al sueño y descansa en mi regazo, leo lo que soy y lo que siento, la gran obra cotidiana que repasa los momentos del día, lo que haré al siguiente y cómo solucionaré ese problema que me aqueja. Yo -pienso-, mientras pueda leer, soy feliz.

viernes, 14 de octubre de 2011

Tú vales mucho

Cuando hace no tanto en España hacías una entrevista de trabajo llegaba siempre el momento de hablar de pasta y todos nos poníamos un poco nerviosos, fuera cual fuera nuestro bando. El entrevistado porque tenía que poner un precio a su trabajo que, sabía, cabía la posibilidad que no admitieran y hubiera que negociar, y el entrevistador porque temía no encontrar el perfil adecuado al puesto y al salario.


Ahora, con los tiempos que corren y lo que está sucediendo también nos ponemos un poco nerviosos. El entrevistado porque no pone precio a su trabajo y sabe que tendrá que aceptar lo que le den, independientemente de lo que ganara en el pasado, a veces no muy lejano, o sí, ahora con más experiencia rondando los cuarenta –años, no euros, ya le gustaría- y con la duda de si aceptar un trabajo en el que le pagarán casi dos veces menos de lo que ganó en el primero de su vida, allá por el año 1995 –por ejemplo-. El entrevistador tiene un dilema moral y un problema laboral. El dilema moral es tener que expresar -con la consiguiente caída de la cara de vergüenza- en voz alta la cantidad que ofrece la empresa en la que está. El problema laboral radica en tener que asumir que muchos saldrán corriendo cuando oigan la oferta, o peor, que los que se queden lo harán por desesperación –de nuevo el problema moral si el entrevistador tiene vergüenza-.


Visto el panorama, estas cosas dan mucho miedo y me hacen preguntarme qué quiero, qué valgo, qué soy. Somos más mercancía que nunca, más cosa, más producto que lo que hemos sido en toda nuestra historia y aunque no estamos defectuosos nos tratan como si lo estuviéramos, como si fuéramos a dar gato por liebre, a engañar sin pudor. Ya nadie más que nosotros mismos se fía de nosotros, así que hay que animarse y decirse uno lo que vale a cada rato, o al menos cada día, porque nadie te lo va a decir, o si te lo dicen sonará a compasión, a pésame o a amor de madre: ¡Con lo que tú vales…!

jueves, 13 de octubre de 2011

Ver

Las ventanas son más que aberturas en los muros para observar el exterior, son las puertas al recuerdo ya que por ellas podemos soñar si miramos observando distraídamente o con atención. Las ventanas están para respirar con los ojos mientras escribes, o lees o piensas. Las ventanas son la escapada del que está quieto porque hace frío o calor fuera, aunque también podemos mirar por las ventanas de otros desde la calle y esto no es tan correcto. Las ventanas nos protegen del exterior pero nos implican con el resto, tenemos que mirar, ver el cielo, ver el avión a lo lejos, ver la lluvia y quedarnos atrapados en su ritmo, ver… Ver.


Me asomo a la vida de los otros desde la ventana mientras pienso o escribo. A veces uno hace que ve y otras que escribe pero en realidad está pensando, en los dos casos, no presta atención a lo que pasa por sus ojos ni por sus dedos, porque las palabras se esfuman apenas ha empezado a escribirlas, el pensamiento ocupándolo todo, los dedos como gusanos independientes de uno que se pusieran a hacer sus cosas mientras nosotros continuamos abstraídos.


Miro a través de una gran ventana por la que incluso los días nublados entra la luz y por la noche el reflejo de la luna. Lo veo todo, como en una bola de cristal, los seres que se mueven en el suelo, un poco más abajo, de los que parece me separase incluso el tiempo, que me da la sensación de que es otro. Los días de invierno los veo pasar como hormiguitas abrigadas y deprisa pero los días de calor están parados y sus pequeños cuerpos se mueven despacio, son perezosos como el tiempo. Parece que yo estuviera en otra galaxia, en otro momento, viendo pasar lo que no soy y me gustaría desde mi ventana al mundo. Cuando bajo y por fin los tengo cerca y soy uno de ellos supongo que alguien, desde su ventana, estará también viendo cómo me muevo, hoy lentamente, que hace calor y me ahogan los malos recuerdos que me han echado a la calle.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Lo del medio

Hay días en los que los finales son desoladores y uno no sabe qué hizo mal, desde el principio, y repasa cada instante desde que sonó la alarma de la mañana hasta que nos vimos inmersos, a última hora, o casi, en la pena o la desidia, a veces el cabreo que, en todas sus formas hacen del final del día un momento desolador.

No soy una persona que esté acostumbrada a los finales felices pero tampoco a los inicios tristes. Y así, prefiero un drama al final que de principio a fin. Me levanto sola cada mañana, sin besos ni abrazos que echar de menos y añorar el resto del día laborable, lo que me hace más dura. Y no sé de dónde tiro, cuál es el hilo invisible que me sostiene, pero algo superior a mí misma me ata al optimismo o al menos a la supervivencia. La vida puede empezar muy bien y acabar como uno quiera, este es mi descubrimiento reciente. Sé que puedo dirigir hasta cierto punto el estado de ánimo con el que afrontar el destino, en el que creo; el azar, en el que en el fondo me gustaría no creer. Ahí están, los dos, impuestos, no elegidos, para ser domeñados por mi decisión de estar triste o alegre, de ser cazador o cazado.

Siempre habrá un motivo para la tristeza, solo hay que echar un ojo alrededor cada mañana, pero también -no hay que olvidarlo- siempre va a haber algo en lo que confiar, empezando por uno mismo. Sin nosotros, qué sería de nuestras vidas. Somos tan importantes y nos hacemos tan de menos. Fumamos, comemos basura o no comemos, nos machacamos en los gimnasios o nos abandonamos al sofá y a la propia vida, y una vez en ella, cada mañana y cada noche, nos quejamos, nos deprimimos, preguntándonos qué hacemos mal, sin darnos cuenta de la importancia de tenernos y de guiarnos, la mejor compañía imaginable tan cerca y tan poco aprovechada.

Puede que haya finales de día malos, finales de vida horribles por el azar, el destino o la voluntad, a pesar de los buenos comienzos, pero qué divertido puede ser lo del medio, donde puedo intentar ser lo que quiera, probar a amar, a crear, a imaginar. Vivir tiene mucho de imaginación y de creatividad. Hacerse un día requiere de talento, y todos de algún modo lo tenemos, así que no hay más que ponerse a ello y ver qué sale. A más esfuerzo, mejores resultados, eso sí. Puedes llegar incluso a esquivar azares y destinos indeseables.

martes, 11 de octubre de 2011

La tímida izquierda

Cuando eres pequeño te animan a no ser tímido, a que te atrevas a cantar en público, a participar en la obra de teatro del colegio, a opinar, a decir lo que piensas, sin miedo. Una vez se crece muchos se quedan con la faceta del vergonzoso, insuperable la timidez desde que eran niños. En la política en España hay una izquierda tímida, como la denominó Carrillo, que no se atreve a enfrentarse a los que creen tener la razón por no parecer extremistas y por ese espíritu conciliador que ha caracterizado a la izquierda española tras la pérdida de la Guerra Civil. El miedo a no parecerse al adversario, a la derechona, bravucona e insultante, ha convertido a la izquierda en un excesivamente tolerante grupo de seres pusilánimes en ocasiones que sí, se enfadan, se irritan, conversan, dialogan –bajito, por supuesto- pero no cambian. Hay que hablar alto y claro a veces, con la razón en una mano y los muertos de una guerra iniciada por un militar furibundo más los de una larga dictadura, en la otra, para buscar, como sea, la justicia que concilie la memoria.

Es lo que un grupo de expertos está valorando ahora: cómo conciliar en el Valle de los Caídos –el mayor monumento al franquismo y la mayor fosa común de España, entre cuyas víctimas hay casi quinientos fusilados republicanos que descansan junto a su verdugo- la memoria de esas dos Españas que, opino, no hay que tratar de igual modo y veo difícil equiparar. Si, como en la transición, suavizamos los ánimos para no alterar a la bestia, finalmente se volverá en nuestra contra y la derecha seguirá arramplando con la dignidad, el ciudadano y nuestra libertad de expresión. A mes y medio de las elecciones, este grupo de expertos en conciliar ánimos y memorias ha pedido una prórroga al gobierno que se extiende más allá del 20 N, fecha aciaga en tantos sentidos. Así pues habrá que esperar, más y más, a que algo que se debería haber resuelto hace más de veinte años –y que ya intentó en su momento Felipe González y no consiguió- sea todavía una acción inconfesable, aunque justa, por miedo, por timidez, porque alguien más fuerte te pegue en la cara, el brazo en alto, y te diga que estás en democracia, que eso es cosa del pasado, que para qué cambiar las cosas. Y así, un 20 N más tendremos que aguantar a los peregrinos festejando al dictador y a los que llenarán las calles, si la tímida izquierda no lo impide, de banderas rojas y amarillas con un escudo gallináceo en el centro.

lunes, 10 de octubre de 2011

La transición

El lunes es más importante la transición que el resto de la semana, aunque si puedo la vivo todos los días laborables. Lo explico. La perspectiva diaria de llegar al trabajo y comenzar las tareas que me corresponde hacer, como a todos, implica cargarse de energía y tener un espíritu positivo y luchador. “Vamos, tú puedes”, me digo en la ducha. Y llegando ya a la oficina: “Venga, no tengas miedo”. Una vez han pasado las dos primeras horas, quizá solo con una, depende del día, ya me he integrado y parece incluso que llevara allí días y días, sin dormir, viviendo frente al escritorio, soñando con mis excel y mis word, el perfecto empleado al ataque. Todos los días, sin embargo, la transición me conmueve. Subo al vagón apretado. Los lunes todos queremos ser puntuales pero es el día en el que estamos más dormidos. A punto de cerrarse las puertas del vagón –ya sonó el pitido- aún no me he acoplado al hueco diminuto para mí, y los cuerpos que ya están dentro se esfuerzan en impedírmelo. Nadie quiere un empujón más ni un centímetro menos ni una carpeta o una mochila que le apriete las costillas. Empujo, sin embargo, firmemente, y logro por fin mantener mis pies dentro del vagón y de mi reducido espacio. Y entonces, me relajo. Me dejo arrullar por el balanceo, poco más puedo hacer, aunque en Sol tomamos una curva que me habría hecho caer en otras circunstancias pero cuyo ímpetu frena, en este caso, el resto de los cuerpos. Somos todos uno, estoy bien sujeta, puedo relajarme sin temor, el bolso pegado al pecho, sin carteristas madrugadores inoportunos.

Empiezo a pensar entonces en las sábanas calientes que he abandonado y que sin embargo, sé, volverán a cubrirme esta noche. Me pregunto qué pasará en House esta semana y qué nuevas noticias habrá en torno a la crisis. Pienso en Inside Job, que vi anoche en la cineteca del Matadero, en el dinero sucio pero también en los buenos amigos. En los besos del fin de semana, en las nuevas recetas que invento aprovechando el tiempo eterno que se nos otorga los días festivos. Vuelvo a las sábanas calientes. El vagón se ha vaciado un poco. A pesar de las crisis y de los parados cada mañana nos apretujamos en los vagones y los cuerpos me enternecen porque me recuerdan a mí misma, todos uno, los mismos pesares, las mismas alegrías, o muy parecidas, los mismos táper.

Llego a mi parada después de haber reflexionado, de haberme preparado para el comienzo de la semana. Ya en la salida del metro, en la calle, me encuentro con los compañeros, como cuando iba al cole –“¿Qué tal tu finde? Yo fui a la sierra”-. Y sé que todos, aunque disimulen hablándote de otros temas, y haciendo que se interesan por los tuyos, y a pesar del momento de transición en los vagones, están pensando en las sábanas calientes y en los besos y abrazos que recibirán esta noche al llegar a casa, como siempre.

domingo, 9 de octubre de 2011

Creo

Tengo miedo. Miedo de que un día al levantarme y salir a la calle nadie me entienda. De que las palabras, de repente, no tengan el valor que tuvieron, que debieron tener y que el que sabía haya olvidado. Tengo miedo de las nuevas generaciones que no tienen derecho a una enseñanza digna y en condiciones. Que no se eduque lo suficiente en las escuelas y que solo los que puedan pagar una enseñanza privada puedan aprender con buenos profesores. Tengo miedo a que los niños no tengan una maestra, ni profe ni seño a la que recordar con cariño en el futuro.

Yo me eduqué en la pública y en la privada. El colegio privado al que fui estaba dirigido por un cura y las profesoras eran monjiles, que no monjas. Recuerdo unos años felices con ciertas angustias y “problemas” hoy impensables, creo, no sé cómo está la educación en la privada católica. Una profesora me pegó un día con una regla de madera porque no supe resolver una operación matemática. Rezábamos mucho, todo el rato, así que pensé, cuando me encontré frente a la pizarra ante el problema, que si rezaba un poco más en aquel momento, Dios me ayudaría. Pero ni él ni nadie lo hicieron, y cuando más convencida estaba de que llegaría, de que al fin vendría la solución, la ayuda desde lo más alto, sentí en mi cabeza el golpe y fui a sentarme, avergonzada pero ya aliviada de no tener que seguir de pie sufriendo. Sin embargo, lo más grave vino sin que me diera cuenta de ello hasta muchos años después, el recuerdo aparcado en un rincón de mi cabeza que de repente apareció para turbarme. Una mañana, después de nuestro rezo matutino nos llevaron a una sala audiovisual, a mi clase y a otras dos, y nos mostraron un vídeo al más puro estilo gore, en el que miembros cortados de bebés aparecían tirados en una papelera. La película duró una hora aproximadamente. No podíamos cerrar los ojos a pesar del horror, el morbo y terror simultáneos que te obligan a mirar aunque no quieras. Esta era la manera ejemplar e integrista de convencernos, con nueve años, de que el aborto era un asesinato. Años después mi hermana me contó lo afectada que llegué a casa. Sé que hice los mayores esfuerzos por olvidarlo y lo conseguí, hasta ahora. La enseñanza que me dieron estos seres crueles y mentirosos no es la que desearía a nadie al que apreciara. Creo en una enseñanza pública de calidad en la que los profesores estén motivados y no obliguen a ningún rezo ni a ver documentales engañosos para torturar y tergiversar las mentes infantiles. Creo en la libertad de elección de la educación y en la educación pública porque garantiza un conocimiento objetivo a través de personas con vocación de enseñar, formadas para ello, que no dogmatizan ni engañan. Pero por encima de todo creo en la libertad, que sin educación es casi imposible. Saber te hace libre. No saber, miedoso y zafio, y en consecuencia rencoroso y desconfiado, irascible, violento.

sábado, 8 de octubre de 2011

Las partes subrayadas

Paso la mañana en la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, en el Paseo de Recoletos, que se celebra en otoño. Es uno de los placeres del comienzo de la nueva estación, pasear entre los libros, pararme, husmear, elegir. En una de las casetas descubro un ejemplar que me interesa. Lo abro por la primera página y leo: De Joaquín. Por nuestro 32 aniversario. Y a continuación hay una firma ininteligible que podría significar María o Miriam. Después, el año, 1992. Dejo en su sitio el libro con cuidado, de repente ha adquirido con la autodedicatoria un valor que no tenía. Cojo otro que está cerca y esta vez la letra, la misma, solo se distingue en la fecha y de nuevo la firma informe que cuesta descrifrar. Salto a otro libro, después a otro más. La mayoría de los títulos del cajón con el cartel de Novela son de una misma persona que ya no los tiene en su casa ni en sus estanterías. Pienso que quizá los haya vendido, pero me hace dudar de esta posibilidad el libro que celebra el 32 aniversario, ya que es un regalo, y los libros regalados no se venden. Quizá se separó de ese Joaquín al que no quiere volver a ver, pero también puede ser, quizá, que María o Miriam haya muerto y su biblioteca se haya vendido, expuesta ahora su vida en una feria de segunda mano que vende más que libros y ficciones, también, implícitamente, la vida de muchas personas cuyas trayectorias y gustos quedan plasmados en las primeras páginas de los libros, en las marcas de su interior, en la propia elección de los títulos, que los definen.

Anoto yo también en todos mis libros. Me encanta aludir al margen de las páginas a una anécdota o quizá mencionar un tema que me interesa y que el autor me ha recordado por lo que ha escrito. No siempre anota uno lo mismo. Si volviéramos a leer un libro que leímos hace diez años escribiríamos otras notas o quizá ninguna, porque lo que nos llamó la atención en su momento ya es sabido y no nos sorprende. Somos distintos en cada etapa de nuestra vida y los años también pasan por los libros. De vez en cuando cojo al azar un volumen de una de mis estanterías y lo abro, lo hojeo y me encuentro definida -cómo era en ese momento- leyendo lo subrayado. A veces hay simplemente una flecha o unos signos de admiración de apertura y cierre que me advierten de dónde me paré, dónde me detuve a señalar, qué me importaba entonces. Por supuesto, como María o Miriam, yo también me autodedico libros, no solo los regalados, también los que compro yo misma, en los que escribo: Encontrado un día luminoso o Una mañana de octubre en la Feria del Libro Antiguo. Y espero, lo pido, que mis libros no se vendan, que los que los hereden o reciban los hojeen y así puedan conocerme mejor, cómo era yo por mis subrayados, por la elección de mis lecturas.

viernes, 7 de octubre de 2011

La vida en “i”

Hasta hace solo tres años no pude tener una manzana mordisqueada en ninguno de los distintos dispositivos ni aparatos electrónicos que poseo, es decir, y por encima del resto de las cualidades, un objeto que cumpliera la función para la que fue fabricado pero que además fuera bonito. La tecnología Apple llegó a mi vida a través de un iPod de segundísima mano, rayado y viejo, que un –viejo también- amigo me regaló cuando adquirió un nuevo modelo mucho mejor. Está tan anticuado y gastado que ha perdido en realidad su belleza y ya no resulta sorprendente por lo diminuto y ligero, ahora parece gigante y pesado, incluso basto. Con lo de un modelo mucho mejor los que me rodean basan su adquisición de nuevas versiones de todos los aparatitos, gadgets y ordenadores que poseen y que cada cierto tiempo renuevan. Los números, que una mejora de una aplicación o un nuevo diseño justifican, acompañan ya al nombre técnico y comercial como su seña de identidad más fiable que los hacen únicos y deseables y los convierten en objetos de culto.

Ahora ya no hay Mp3, hay iPod. No hay ordenadores, hay Mac, no hay teléfonos móviles, hay iPhone y, por supuesto, no hay tablets, hay iPad. Así, la vida es “i” desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, sobre todo para los que pueden permitírselo. Conozco a muchos que se estresan ante la nueva versión que va a salir y añoran ya porque no tienen y quizá no puedan tener en mucho tiempo. Los oigo hacer cálculos económicos con la paga extra más los ahorros de por medio para saber cuándo podrán comprar el nuevo modelo, número 5, número 8, número “i” de algo que ya tienen y les funciona perfectamente.

En general, he de hacer un gran esfuerzo si quiero renovar mi tecnología. Escribo en un PC -“¡Qué aberración! ¿Cómo no tienes un Mac?” Lo sé, me disculpo- desde hace cinco años que a pesar de ser portátil he de mantener enchufado porque la batería se agota a los veinte minutos. Mi dispositivo para escuchar música es un iPod viejito, viejito del que ya hablé -el de mi sobrina de diez años tiene vídeo y color, mi vida aún en blanco y negro- y aunque en el trabajo redacto con un Mac no puedo considerarlo una posesión, es solo un préstamo. Mis “posesiones Mac” son, pues, muy pocas. Todos deberíamos tener alguna vez algo Mac en nuestra vida porque las cosas bonitas, no solo útiles, también hacen feliz. Quiero una manzana mordisqueada en mi vida a la que quitarle el plastiquito de fábrica que la recubra y que huela a nuevo. Quiero una vida en “i” de vez en cuando.

jueves, 6 de octubre de 2011

El juego de los jueves

Hay días en que salgo de casa para ir a trabajar y desde que piso la calle imagino que soy turista e intento ver la ciudad como si lo fuera. Me fijo en cada detalle curioso, que de no haber sido de esta ciudad e incluso de este país, no me hubiera llamado la atención. Pero es que hay cosas que uno ve cuando viaja que son idénticas en su ciudad de origen y residencia pero que con las prisas del día a día no había visto y en el extranjero aprecia. O cosas únicas que simplemente pasan por nuestro lado sin que les echemos un vistazo. Muchas veces no vemos y aunque sea grande y hermoso el edificio, y el cielo tenga un azul insólito apenas sabemos si estamos en la realidad o caminando por un decorado. Por eso poner, en ocasiones, ojos de turista es interesante para analizar lo bueno y lo malo, apreciar las cosas en su justa medida, valorar el lugar donde vivimos, elegido, impuesto o simplemente producto del azar. Me gusta pensar que he elegido este destino. Que de todos los lugares a los que podía haber viajado de turista he pensado en pasar unos días por aquí.

Como antes de llegar me he leído bien la guía y el primer día en la ciudad fui a ver la exposición en el Thyssen de Antonio López, reconozco inmediatamente la esquina de la Gran Vía con la joyería Grassy de uno de los cuadros más famosos y alabados del pintor. El edificio del Congreso me resulta pequeño y provinciano y advierto que hoy hay policías rodeándolo, más de lo habitual, quizá el movimiento 15M haya preparado una jornada de protesta por la votación de una ley injusta. El Círculo de Bellas Artes con ojos de turista es una de mis debilidades, tan elegante, algo decadente también, de casino de provincia venido a menos, de baile de máscaras en los años 30. Pienso que si fuera turista de verdad entraría, me sentaría a una mesita y pediría un café con leche para observar desde ahí el cielo y la Gran Vía incipiente a través de los amplios ventanales que me rodearían. No vería defectos –intento no verlos cuando viajo-, solo lo bueno.

Hoy soy turista.

miércoles, 5 de octubre de 2011

La realidad banal

Me gusta leer en el metro. Por partes: me gusta mucho leer y viajar en el metro siempre me resulta placentero, así que si unimos ambas cosas es lógico que leer en el metro me resulte placentero.

Me gusta mucho el metro por todo lo que puedo hacer en él: dormir, pensar, estirarme, observar y escuchar, aunque a veces me superen los malos olores, las conversaciones en voz demasiado alta, los móviles que suenan con musiquillas insoportables, las charlas eternas por el móvil del que no se da cuenta o le da igual que hay muchas personas escuchándole y no por ello baja la voz, los macarras, los colgados, los pisotones –respiro-, los lectores… Sí, los lectores. Aquí me paro porque hay que hacer distinciones entre los distintos lectores que te puedes encontrar en el metro. Hay lectores de mamotretos –inofensivos pero horteras- que forran sus libros con papel de periódico o de regalo, no vaya a ser que se les manche o doble la cubierta, qué desgracia. En estos solo me espanta la vulgaridad, con no mirarlos no me molestan. Hay lectores de prensa “seria”, el lector de periódico de toda la vida que dobla su ejemplar en dos partes y lee en silencio. Son lectores que saben leer la prensa en el metro. Los “nuevos” lectores de diarios gratuitos basura abren bien los brazos para abarcar el periódico y hacen ruido al pasar las páginas con la consiguiente molestia a los lectores. Como bestias insaciables, buscan entre la basura, en las papeleras, a ver qué pueden leer, que estupideces les cuentan hoy que los aleje de la realidad. A costa de incomodar a su vecinos de asiento –aunque los hay que también lo hacen de pie- pasan las páginas con calma para “culturizarse” y entretenerse. Pensé que nunca me alcanzaría esta porquería pero me alcanza, me roza no solo físicamente sino a mi intelecto cuando al llegar al trabajo compañeros que presumen de “leer la prensa diaria” me comentan “¿Sabes que los españoles besan mejor que los suecos?”. Y el que me lo dice saca pechito y sonríe, y yo, cabizbaja, me doy la vuelta y regreso a mi pantalla de ordenador, a mi trabajo, intentando escapar, yo sí, de la realidad más real. Frente a desgracias y conflictos económicos da gusto ver que hay periódicos que se dedican a alentar el orgullo nacional con datos estúpidos que, sin duda, animan a muchos y los ahuyentan del peligro de la realidad, que muerde.

martes, 4 de octubre de 2011

Día cuatro

De muchos autores se nos olvida su desgracia, que en unos casos fue para siempre y en otros duró un tiempo que siempre quisieron olvidar. Ese tiempo, la mayoría de las veces anterior al éxito y el reconocimiento del público, en el que luchaban por darse a conocer, sufrían y durante el que recibieron los reveses y las humillaciones o los molestos silencios que los que escribimos hemos recibido alguna vez. El anonimato da, sin embargo, muchas ventajas que los que nos dedicamos a una tarea creativa valoramos muy positivamente. Cuando quieres ocultarte, puedes y nadie te exige que tu segunda novela o el texto siguiente sea mejor que la primera o el anterior ni que vendas mil ejemplares más, ya que lo previo ni siquiera se publicó.

En la década de los años 50, José Saramago escribió Claraboia y la envió a una editorial que no le contestó. Se sintió tan agraviado, aunque años después la misma editorial encontró el manuscrito, perdido en una mudanza, que dejó de escribir durante veinte años. Imaginemos que la debilidad, la desidia, el desencanto, la decepción hubieran vencido al escritor portugués y que ni mucho después hubiera vuelto a escribir. Imaginemos que por culpa de una absurda e inocente mudanza –nunca lo son, siempre se pierden cosas importantes o bien por rotura o por una desaparición misteriosa- no hubiéramos llegado a disfrutar de la obra de este autor. Nuestro concepto sobre la pérdida de la ceguera sería otro, no habríamos leído un Evangelio tan humano y no sentiríamos el año de la muerte de Ricardo Reis como la de un familiar cercano al que quisimos mucho. El mismo concepto de novela, el concepto y forma que hoy conocemos, no habría sido así sin él, nunca la puntuación o la falta de ella habrían tenido tanta importancia en el estilo y la propia historia de los personajes de una novela. El intelectual comprometido no se entendería sin él. Claraboya –traducida del portugués- es, afortunadamente para nosotros, una nueva obra de Saramago a pesar de ser su primera novela. Póstumo no es el primero, ha habido otros y los habrá siempre, como Zweig o Bolaño, cuyas nuevas obras parecen salidas, tras su muerte, de las chisteras de los mago-editores como por arte de magia. No me importa, por supuesto, lo agradezco en el fondo. Digamos que me gustan los esfuerzos a largo plazo, marcarme metas en la distancia y ver cómo voy avanzando. Del mismo modo, ir leyendo a un autor paulatinamente y no de una vez, me hace disfrutar más aún de lo que me gusta. Cuando hace unas pocas horas solamente aún pensaba que ya no había nada más que leer de Saramago, que ya lo había devorado todo, era un poco menos feliz. Gracias a la noticia de la publicación de Claraboya mi ánimo ha mejorado y mi anonimato se ve reforzado con la noticia porque quién sabe cuándo y quién rescatará mi primera novela de un cajón o de una caja olvidada en la mudanza de una editorial y la publicará pensando que se trata de algo que merece la pena leerse.

lunes, 3 de octubre de 2011

Día tres

Tengo un lunes pegado a la cara y un martes enganchado al cuello que me cuelga de la espalda. No puedo librarme de ellos aunque anoche me mentalicé y me hice con todas las armas posibles: un envidiable optimismo que me llevó a escuchar a los ACDC antes de ir a dormir y me insufló el ánimo necesario para enfrentarme a las pesadillas nocturnas de los domingos; una visualización del lunes por la tarde –tarde-noche, vamos a ser exactos- mientras salgo de la oficina cansada pero satisfecha, con el deber cumplido; pero sobre todo una buena dosis de el mundo gira y yo me subo y me bajo cuando quiero, nadie me obliga.

De todos los lunes de los tres últimos meses este es uno de los más tristes porque ya es otoño y octubre ha empezado a serlo hace muy poco, todavía tiene reminiscencias de septiembre, los días van acortándose sin que podamos frenar la falta de luz, dejarla con nosotros un poco más, unos días al menos, antes del abrigo, antes del frío en el rostro al salir del portal, cuando aún es de noche y añoramos la cama, caliente, en la que se ha quedado nuestra pareja o en la que nuestro calor, solo, se debate por tenernos de nuevo a su lado. Qué hace un calor sin cuerpo en el que introducirse.

Los lunes las noticias de actualidad social y política me deprimen más de lo habitual. El domingo intento evitar las desgracias –inundaciones, desfalcos, crisis varias, hambruna- y me centro en los reportajes y en noticias culturales –últimamente también algo deprimentes, todo se pega-, pero el lunes no puedo escapar a la actualidad cuando enciendo el ordenador y se me cuela por los ojos, creyendo que estoy preparada para lo que sea.

Esta mañana de lunes me consuela advertir que sigue habiendo indignados que no se conforman adormecidos en el cansancio de la cotidianidad, que el rescate de Grecia quizá sea posible, que las buenas intenciones no son solo de unos pocos. Pero me mortifica la pena de muerte a los catorce años, la palabra horca, la cifra de parados, los suicidas griegos, las familias rotas, la muerte y más muerte que anoche intuí en mis pesadillas y que hoy confirmo en mi vigilia. El mundo gira y yo me subo y dejo que la actualidad me entre por los ojos, aunque duela, ya llegará el calorcito de mi cama esta noche.

domingo, 2 de octubre de 2011

Día dos

Oigo a una mujer decirle a otra en el metro, escandalizada, que cómo es posible que muchas zonas del centro vayan a abrir en domingo, que adónde vamos a ir a parar, que qué es esto, que cómo es posible que las pobres chicas de las tiendas -como su hija, añade- trabajen también un domingo sin recibir nada a cambio. Tengo la sensación, quizá por experiencia, qué te voy a contar, de que no son las únicas. En este queridísimo país mío si uno no se queja no come, es decir, que si no gritas y pataleas aunque luego finalmente hagas lo que te piden no eres nadie, o al menos nadie de fiar, y nadie te va a respetar sino a envidiar. Si esta madre, y probablemente su hija, no lloriquearan y se quejaran en el transporte público, con la voz bien alta, para que la gente escuchara lo indignadas que están, aunque después acabaran haciendo lo que se les pide, probablemente serían acusadas de esquiroles, de malas ciudadanas o compañeras, de listillas. Trabajar un domingo como cualquier otro día de la semana, es algo que se viene haciendo desde hace ya mucho tiempo y no significa que los pobres españoles no descansen ni en domingo. Los hay que descansan demasiado durante sus horas laborales y otros que después de su horario siguen trabajando. ¿Que cómo lo sé? Porque estoy en edad de trabajar y lo hago en una oficina en la que precisamente no puedo decir que no se trabaje. Sé de otros lugares, fantásticos -de género fantástico, quiero decir- que un empleado de la privada no habría podido soñar jamás, lugares normales a simple vista en los que cuando suena la hora en los relojes-corazones de los empleados todos se van a sus casas o tienen una vida después. Asisten a clases de idiomas, llegan a hacer la compra al supermercado, pueden recoger a los niños en el colegio, tienen cursos de yoga, pueden estudiar una carrera universitaria más o ver cumplido su sueño de bailar tango. ¿Y sabéis por qué? Porque tienen un horario decente, humano, y tiempo, un sueldo digno y, como mucho, un ajuste en su salario en la mayoría de los casos más que justificado, en toda su vida laboral. En fin, que trabajar un domingo o hacer horas extra que uno no cobra, por mucho que pongamos el grito en el cielo -que, insisto, está bien y creo que hay que hacer-, no deja de ser solo algo más entre toda la serie de injusticias laborales en la sociedad que vienen sucediendo desde hace años. Pero todos, absolutamente todos, tenemos derecho a quejarnos. ¿Sabéis, curiosamente, quiénes se quejan menos? Los que más horas pasan trabajando, tan cansados al final del día y muchos ni siquiera mileruristas, -qué vieja palabra, ya en desuso, hay tantos que ni a eso llegan- , que en el metro se quedan dormidos de pie -juro que lo he visto- o que se pasan de parada, y ojo, no son obreros de la construcción, sino simples oficinistas que solo piensan en el partido del Madrid, en no olvidar la bolsa nevera a sus pies cuando salgan del vagón, idéntica a las otras nueve de los otros viajeros que lo rodean, tan idénticos en sueños y en falta de ellos que no te atrevas a sugerirles que trabajen un domingo porque no te escucharán, estarán durmiendo, lo suyo en domingo, vaya, hasta bien entrada la mañana.

sábado, 1 de octubre de 2011

Día uno

Los octubres comienzan siempre igual por estos parajes. La ciudad revienta de sol pero los ánimos están ventosos. Ha pasado el mes de transición, septiembre, que te dan para superar el paso del verano, las vacaciones, los excesos, y llegar al otoño: responsabilidad, nuevos proyectos -pobre de ti si no los tienes- y la apatía, con la que nadie cuenta, lo sé, pero existe -lo siento-.
Hay proyectos y buenas intenciones, sí, pero no podemos llevarlos a cabo en unas semanas, que es lo que querríamos. Perder los kilos que nos sobran como por ensalmo, encontrar al amor de nuestra vida a la vuelta de la esquina, sin esforzarnos y como por arte de magia, esperar a que nos toque la lotería aunque no juguemos o lo hagamos una vez con la esperanza de que por ser la primera el azar se apiade de nosotros. Y resulta que no pasa, que los kilos que sobran va a llevar meses de esfuerzo y gimnasio perderlos, va a requerir de nuevas y sanas costumbres que llevan TIEMPO, sí, como todo. Que el amor hay que currárselo y hacerse querer, y no ir de casa al trabajo y del trabajo a casa y pensar que en esos cortos o largos espacios se te va a acercar un desconocido superatractivo y va a declararte su amor, entre otras cosas porque si realmente alguien hace eso sin estar actuando en una peli americana romántica lo mandas a la mierda o llamas a la policía. Y por Dios, compra un boleto de lotería si quieres que te toque.
En España, y en general en los países mediterráneos, estamos acostumbrados a conseguir las cosas sin esfuerzo, a que el azar o la suerte actúen, a que nuestros contactos nos echen una mano, a que nos solucionen la vida, vamos. Y unos con más cara que otros son lo que esperan a que los que se lo trabajan y se esfuerzan consigan que las cosas avancen, cambien, evolucionen, en definitiva. Lo de que el que algo quiere algo le cuesta es de sabiduría popular pero es tan cierto como lo de que me lo den hecho, a lo que nos han malacostumbrado y por lo que este país es como es y está como está.