miércoles, 9 de noviembre de 2011

Los años perdidos

Termino de ver Oranges and Sunshine antes de irme a dormir anoche y me quedo con el corazón encogido por la historia. Una excepcional Emily Watson y el trabajo del director, Jim Loach, además de unos secundarios perfectos en su papel te convencen de una historia que increíblemente es real.

Una trabajadora social (Emily Watson) que descubre que durante años (1935-1970) Inglaterra deportó a niños ingleses de familias pobres y con problemas o huérfanos en barcos que les llevaron a Australia y Nueva Zelanda para trabajar con unos hermanos cristianos que los explotan, los violan y los vejan. Más allá del drama, espeluznante, y el horror, que lo hay, lo poderoso de la película es cómo está tratada la parte emocional de esos niños que crecieron sin afecto y que, como dice uno de ellos, ya adulto, “dejaron de llorar a los ocho años y aprender a hacerlo ahora es muy difícil”. Y el drama real de la película empieza ahí, en esa imposibilidad del llanto e incluso del sufrimiento, pues al haber estado tan sometidos son incapaces de expresar el dolor. La trabajadora social es la que lo padece, y es la transmisora de su padecimiento, tanto que en un momento no sabe si será capaz de soportar la carga del dolor ajeno, que como le dice su psiquiatra es una de las cosas que provocan más estrés.

Bueno, mi reflexión, mi emoción cuando termino de ver esta excelente película es lo fácil que es robar una infancia, perder la identidad y no volver a encontrarse. La protagonista encuentra a algunas de las madres de esos niños que años después no saben quiénes son, pues sí son algo, hay unas raíces pero no pueden tirar de ellas porque no saben dónde están. El no saber de dónde proceden es lo que les ha dejado a medias. A los niños les prometen naranjas al desayuno y sol todos los días, y embarcan a Australia con la ilusión y la hermosa promesa. Los encuentros entre madres e hijos o entre hermanos, años después, cuando la protagonista les ayude a localizar a sus familiares no son sensibleros, están muy bien mostrados, es como debió de ser.

Me recuerda la historia, inevitablemente, a esas vidas robadas que el diario El País nos ha ido narrando estos últimos meses. La última que leí hace un par de días, la de aquellas monjas en un hospital privado que ante la supuesta muerte de su bebé -no es cierto, lo robaron-, intentan consolar a la madre recordándole sus cinco hijas sanas y que el niño, de haber vivido, criado entre tantas niñas habría salido “maricón”. Eso le dijeron, así lo narra. En la película, los “hermanos cristianos”, curas que en Australia y Nueva Zelanda esperaban a los niños, los violaron también a su gusto durante años, tantos que los adultos a los que escuchas después son seres sin alma, tan dolidos, tan dañados, como un juguete al que ya no le funciona el mecanismo y que mantiene un aspecto externo aparentemente bueno pero por dentro algo no va, algo se ha torcido, se ha roto, se ha apagado para siempre porque quién recupera eso, los años perdidos, la identidad. Muy pocos, esa es la realidad, y son seres incapaces ya de rehacerse, de componerse, de valorarse, de crearse una profesión, de amar y ser amados. Seres solitarios que siguen por el mundo sin los demás, aparentemente como el resto, pero vacíos.

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