viernes, 19 de julio de 2013

El tiempo de julio detenido

Puede que en general consideremos el verano como la estación de la pausa y de la ruptura de las rutinas, tan necesarias el resto del año. 

Medito en mi tiempo libre, escribo y leo lo que no pude en los últimos meses. De eso tratan mis veranos. 

La paz que no alcanzaba en soledad es por fin el momento más querido, siempre con las refrescantes compañías de amigos, de un nuevo amor o de los turistas que llenan el país en el que vivo.

Turisteo por la ciudad, hago fotografías, me balanceo ante las horas en las que otros trabajan con esa sensación de estar haciendo algo prohibido. ¡Estás sentada en una terraza para guiris a las doce de la mañana! Sí, y también viendo una exposición en la que solo hay unos pocos turistas y algún jubilado satisfecho con su tiempo libre.

Los textos se suceden en mi cabeza, pues para cada rincón del Madrid vacacional tengo una reflexión, un apunte. Desde las aceras cada vez más deterioradas que supongo ya nunca arreglarán, recortes de por medio, veo el Congreso como una gran burla al pueblo. Si sigo caminando, las vallas se extienden cada vez por más lugares del centro de la capital. Y nos hemos acostumbrado a ellas. Frente a la sede del PP pareciera que se acerca un ataque o que se estuvieran preparando para una guerra, la explosión ciudadana en mente tendrán: si se protegen, algo habrán hecho. Pero entre tanto calor y desidia la ciudad hierve de ganas de vivir, no de gritar ni de incendiar ánimos, que las altas temperaturas se encargan ya de reblandecernos el cerebro.

Madrid es árida en el mes de julio y en diciembre, quizá en enero y febrero. En un caso por el calor, en los otros por el frío. No es una ciudad de términos medios. No lo es la que no tiene primaveras ni otoños más que de vez en cuando.

Este año la llegada del estío no me altera como en otras ocasiones a pesar del clima social y político.  Pienso, anoto, reflexiono, medito, me lanzo a solucionar aquello que permanecía en pausa desde hace meses. Estos días hago revivir el paseo porque sí, el desenfreno ocioso, la alegría del que está de vacaciones y entusiasta con las buenas y nuevas compañías. 

Y lo mejor es que el verano solo acaba de empezar. Por delante quedan estos días de calor sofocante que adoro y que me recuerdan la existencia de un cuerpo creado para disfrutar y vivir y del que el sufrimiento se aleja con cada nueva exposición visitada, con cada libro leído, con cada nueva persona con quien compartir el tiempo detenido de las vacaciones del verano gozoso que nos hace niños de repente y de nuevo, a pesar de las vallas y el sinsentido.

jueves, 11 de julio de 2013

Los pre-viajeros

A punto de iniciar un viaje, por pequeño que sea, se produce un examen de conciencia y se ordena uno por dentro y por fuera. El simple hecho de guardar la cartera, revisar el horario de salida en el billete, apagar luces y hacer una bolsa o maleta implica una atención al mundo, ya que de él dependemos en las próximas horas para llegar a nuestro destino.

Los placeres del pre-viaje son a veces mayores que el viaje en sí. Estoy tan atenta a la emoción que muchas veces ni leo, ni escucho música, ni veo películas ni escribo. Solo pienso y dormito, dos de mis actividades favoritas en los viajes. Y esos pensamientos vagos, a veces nos llevan a grandes y productivas conclusiones, y sin querer solucionamos un problema, o percibimos la solución, al menos.

Después nos entra hambre.  Cuánta hambre en un viaje. ¿Por aburrimiento, por ansiedad, porque sí? Da igual, pero en un vuelo puedes devorar una bolsa de gominolas. En un viaje en tren más de una tableta de chocolate y en uno en barco... Ummmm, este no me lo sé.

Odio viajar en autobús y el coche no me fascina, no puedo leer y me marea, aunque he de reconocer que cuando cojo ritmo puede ser excitante. Recuerdo un viaje en coche desde Madrid a París en pleno mes de agosto, sin aire acondicionado y con un sol de justicia inolvidable. No lo recuerdo duro, lo recuerdo hermoso y luminoso. Así son los recuerdos de los buenos viajes.

Los previos a una salida veraniega son momentos únicos aunque volvamos pronto. Son la novedad que necesitábamos, ese pequeño cambio de espacio para que el mundo, el nuestro, nuestro micro mundo personal, parezca distinto. Y es que lo es. A la vuelta de un viaje ya no somos los mismos, aunque solo hayamos ido ahí al lado, donde el mundo es otro también.