sábado, 4 de abril de 2015

La fotografía de Garry Winogrand en la Fundación Mapfre de Madrid


Hay exposiciones, como la de Garry Winogrand en la Fundación Mapfre que se presenta estos días en Madrid, en las que uno se traslada a una época concreta, la del pintor o la del fotógrafo o artista, en parte porque la exposición está bien organizada y nos invita a sumergirnos en lo que fue la vida del autor, y en parte por voluntad del creador cuyas obras se exhiben, que parece estar no solo en cada una de las creaciones expuestas, sino también en ese momento único en el que se muestran sus momentos artísticamente más destacados, y que como visitantes podemos captar del mismo modo que si estuviéramos repasando la intimidad del artista.

Me doy cuenta de que ya lo conocía, de que lo vi este verano entre un buen número de fotógrafos en el Met de Nueva York porque hay algunas fotos inconfundibles como esa en en la que la luz me revela la cara inclinada de una mujer de los sesenta que podría ser de ahora, un mechón de pelo cayéndole sobre el rostro, la mano sujetando otro rebelde, caminando al tiempo que intenta evitar la luz directa en los ojos. Y ahí está Winogrand, contándome una historia común, captando, quizá, un momento anodino, que unido a tantos otros conforman la historia de América, de una parte importante, que va de los años cincuenta a los ochenta.

Es Nueva York, Manhattan, Coney Island, el ferry a Liberty Island, la calle, la gente, el centro de ese mundo que le interesó retratar. Al menos en la mayoría de las fotografías de los cincuenta, sesenta y setenta. A partir de ahí hay fotos de California, Dallas, Las Vegas, otra América en la que todos posan al modo más casual que puede un fotógrafo captar un gesto. Los movimientos no son pose y a veces lo parecen. Los rostros desencajados, el Morocco, el MoMA de fiesta, un muerto en el asfalto, un beso ente dos hombres, gente cruzando un semáforo. Un hombre inquietante mira a la cámara con un cigarrillo en la mano en la sala de un aeropuerto. No suelen mirar a Garry. No es el fotógrafo para el que posan, pero hay complicidad, parecen haber nacido para él, para formar parte de sus instantáneas. 

Murió a los 56 años dejando más de 250.000 fotografías sin revelar y tanto por decir. Su mirada, ahora, años después, nos mueve a otros a escribir, a volver a llenar páginas que teníamos olvidadas y compartir la visión de América. Me acerco con pasión a la etapa neoyorquina, veo una falda de los cincuenta volando al viento desde la azotea del Empire State, me veo curioseando e imaginando la vida bajo los párpados de cada ser solitario. Los legados no son solo las obras, son las intenciones y las miradas y los propios recuerdos. Me aprovecho y vivo de los suyos. Escribo estas líneas. Redescubro a Garry Winogrand.