sábado, 10 de diciembre de 2011

Ni siquiera un roce

Amanece Madrid hoy más gris que ayer. El cielo encapotado y la noticia de un nuevo asesinato producto de la violencia machista lo hace más triste si cabe. Cuando menos lo esperas este tipo de sucesos te da una bofetada en la cara y las víctimas son inmediatamente un número más que pasará a engrosar, junto al resto, esa estadística estremecedora de mujeres muertas a manos de sus parejas.

En este nuevo caso, como en otros, los familiares sabían de los maltratos pero les pareció probablemente un asunto personal, cosas de pareja, en las que habían de mantenerse al margen. Entonces llega un día en que el asesino, delante de sus tres hijos mata a su esposa y va a entregarse a la policía, dejando a los niños junto al cadáver de su madre, ante el que ellos no pueden creer que eso haya sucedido, y no entienden por qué no se levanta y les tranquiliza y les dice que está bien.

Es tan espeluznante el propio asesinato como el silencio, ya no de la gente que rodea y conoce a las víctimas sino de la propia sociedad. Son estos crímenes molestos, y más cuando se tratan de inmigrantes, como en este último caso, como si quisiéramos creer que entre españoles nacidos en la Península no sucede, como si no hubiera tortura, insultos y barbarie en matrimonios bien vestidos, con una educación impecable en las mejores escuelas y residentes de un barrio estupendo. También sucede, pero no se dice, no se cuenta, mientras no lleguen al asesinato no se sabrá nunca, se lo llevarán a la tumba, ella más cargada de señales, de cicatrices, invisibles algunas. Él, todopoderoso, creerá que no ha hecho nada malo, que él es así, que tiene carácter, nada más. Las mujeres, para estos tipos, un buen medio donde descargar sus carencias y frustraciones, una buena hostia les deja como nuevos.

Lo lees, lo oyes y no lo crees. Trabajamos y nos movemos a diario entre asesinos que desconocemos que lo sean, entre maltratadores que quizá trabajen o tomen café a nuestro lado, nos abran la puerta como buenos vecinos para entrar al portal de casa, paguen sus impuestos y se sienten en el metro en el asiento contiguo, y sin embargo no podemos saberlo, no hay nada que los señale, que nos advierta de su maldad.

En un mundo imaginario, me gusta pensar, por ejemplo, en esos detectores -no sé si es leyenda urbana- que dicen tienen las piscinas para que si los niños se hacen pis -y los adultos, por qué no- se forme un círculo rojo alrededor para delatar al infractor. Querría lo mismo para esas bestias que se hacen pasar por personas y que no lo son. Imaginad que se formara una luz roja o sonara una sirena donde ellos se encontraran exactamente sin que hubiera habido previa denuncia. En mi sueño sería posible, un mundo inventado, mejor, en el que los asesinos potenciales no camparan a sus anchas por mi mundo y no pudieran rozarme el hombro siquiera en un andén.

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