miércoles, 28 de diciembre de 2011

Enferma

Veo a los jubilados desde aquí paseando tranquilamente al sol. Hay niños diseminados por todo el parque y un pequeño gato apoyado en una cornisa, en un sobretejadillo del edificio de enfrente. La fuente está cargada de luz porque justo a esta hora el sol ilumina los chorros que salen de la fuente, empujados con viveza por algún sistema hidráulico que desconozco. No importa saber el cómo, el efecto es bello.

Más allá aparecen las figuras de dos nadadores, que aún con el pelo mojado, regresan de sus nados matutinos. Más allá, del otro lado de la plaza, veo a un par de corredores, y por el aspecto seguro están entrenando para la San Silvestre del domingo en Madrid.

Estoy enferma y desde mi ventana veo lo que he descrito. Es mucho, podría ser peor. Podría vivir en uno de esos pisos altos frente a la M30 en los que no distinguiría figuras humanas ni escucharía el ruido de las fuentes y de los pájaros, como ahora. Hay pocos, eso sí, en primavera es un no parar de trinos.

Madrid es una ciudad provinciana que puede resultar inhóspita pero que tiene barrios como este en los que de pronto parece estés en el decorado de una serie, con todos los detallitos típicos, el frutero, el panadero, los perritos y los niños jugando, el bar con la terracita. En fin, la vidilla interior de una gran ciudad. Mi consuelo estos días es que hay un sol luminoso y radiante que quizá me permita bajar al parque, sentarme en un banco y observar más de cerca lo que veo de lejos desde mi ventana privilegiada.

Añoro el trabajo y los compañeros. Qué terrible la enfermedad, ya no me acordaba. Correr, nadar, caminar, vibrar. Estoy mustia y apagada, necesito estar bien. Puedo introducir un nuevo alimento cada día. Hoy toca zanahoria. Espero, pues, que de aquí al domingo pueda tomarme las doce uvas y celebrar el año nuevo.

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