viernes, 23 de diciembre de 2011

Los regalos a uno mismo (I)

Es un día especial hoy porque no parece Navidad. No hay peladillas ni polvorones a la vista, no hace frío navideño –ayer tarde parecía casi primavera en Madrid– y las borracheras y comilonas han sido comedidas, tanto que no estoy harta, como otros años por estas fechas. Como tampoco me ha tocado la lotería ni he visto ninguna noticia relacionada con los premiados –aborrezco su felicidad suertuda, no puedo evitarlo, no me alegro por ellos, quiero que me toque a mí– parece un viernes de vuelta de Navidad, de enero precioso que me sugiere una caña o dos antes de asumir el fin de semana familiar que este año me apetece, mira tú, no estoy tan asqueada, quizá porque hace menos frío, sol y el deporte forma parte ya de mis costumbres cotidianas y las endorfinas disparan mi alegría y mi vitalidad.


Lo que empezó como un hábito sano caminando una media de veinte minutos o media hora al día se ha convertido en parte de mi vida y de mis momentos preferidos que voy compartiendo con la gente que me rodea, que me acompaña a veces y me anima en mis carreras mañaneras y nocturnas por el Retiro y en mis clases de natación. Como además dejé de fumar –otra decisión maravillosa, otro asqueroso hábito absurdo fuera–, el resultado es increíble.


Es importante sentirse bien, y en contra de lo que piensa la mayoría, que los que hacemos ejercicio es por estar en forma física, he de decir que sí, te mantiene en forma pero además te mejora el ánimo, te equilibra, elimina el estrés y te hace dormir mejor. En fin, que lo tiene todo. Eso sí, engancha como el mejor tabaco y el buen vino, cuando lo pruebas no puedes dejarlo o hacerlo requiere de mucho empeño. Es maravilloso y hace que te sientas tan libre y dueño de ti mismo que no parece que sea Navidad y haya obligaciones que cumplir. Es el mejor regalo que me podía haber hecho en la vida.

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