La lectura de Drácula me pilló ya madura, no fue una de esas lecturas de juventud que te marcan de por vida, cuando aún no conoces demasiado sobre la literatura y los grandes.
Sin embargo, me marcó, a pesar de haber leído mucho ya
entonces, haber terminado la carrera y estar trabajando en la Biblioteca
Nacional de Madrid. Es gracioso porque la edición de Cátedra que compré está
dedicada, lógicamente no por Bram Stoker, sino por Javier Bardem, con el que
por aquellos años coincidía a menudo por conocidos comunes en distintos eventos
y fiestecillas. Estuvimos
hablando horas sobre el libro y lo que a los dos nos había perturbado (yo aún
no lo había terminado) y finalmente le pedí que me lo dedicara, que era un bonito
recuerdo de esa noche. En el mensaje, me advirtió de guardarme de los
“chupópteros” y me pinto unos dientecitos afilados junto a las letras en tinta verde.
Aparte de la anécdota chusquilla, de aquellos días mantengo intacto el recuerdo de la lectura absorbente de Stoker,
de cuya muerte se cumplen 100 años este fin de semana. Me maravillan las
lecturas nuevas, y antes -más joven-, no entendía las relecturas, pero creo que
Stoker va a ir pronto a esa lista de segundas veces que me atrae por momentos. Hay que leerlo,
releerlo, disfrutar de cada escena, del monstruo chupasangre que en realidad
aparece tan poco a lo largo de la novela pero cuya sola mención entre los personajes
nos hace estremecer. Es más una novela de terror de sugerencias, la
bestia no aparece para comérselos a todos. Es sutil, inteligente, atractiva,
embriagadora, sensual, una de las novelas más poderosamente eróticas que he leído
en mi vida. Es una novela victoriana con amagos de novela
moderna, y el hecho de que la historia se narre a través de la correspondencia
entre los personajes, en sus cartas, y a través de diarios, lo hace todo mucho
más excitante.
Drácula no era una figura que me atrajera especialmente
antes de leer la novela. La imagen del vampiro frente a la de lo sobrenatural,
al fantasma puro y duro, se me quedaba corto, me resultaba infantil. Después de
leer la novela y, por supuesto, he de decirlo, de ver la película que,
basándose en el clásico irlandés, hizo Coppola, su valor aumentó ante mis ojos,
mis emociones, mis miedos. Ya no se trataba de soñar con el monstruo, de pasar
noches asustada bajo las sábanas sino realmente de desear que apareciera y que
clavara sus dientes en mi cuello. ¿Qué imagen puede haber más erótica?
Dicen que antes de morir el escritor señalaba en su delirio
desde su lecho a un rincón del cuarto y susurraba en rumano: strigoi, strigoi -espíritu maligno-. No
dudo de que lo viera porque después de crear a un personaje tan sugerente algo
de él ha de quedar en el autor, que puede verlo aparecer a la vuelta de la esquina y
tener que enfrentarse a sus ojos y quizá a sus preguntas, “¿Por qué me
creaste?”, o agradecimientos, “Gracias por crearme y hacerme famoso para la
posteridad”. Y Stoker respondería: “No, gracias a ti, que me hiciste ser el
buen escritor que no lograba ser”.
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