viernes, 6 de abril de 2012

Los dos días

Todas las semanas santas eran iguales. Los festivos propiamente dichos, los jueves y viernes en los que el mundo se paraba y todo se cerraba de espanto eran afortunadamente también el momento de encontrarse en la ciudad con amigos que hacía tiempo no veíamos y con los que ese día podíamos conversar como si el mundo pudiera acabarse después de eso, de haberse vaciado uno de secretos, de noticias recientes, de hechos memorables por ser propios. Llenos también de los sucesos ajenos, nos comportábamos como las personas más comprensivas porque realmente lo éramos. En esos instantes, antes de volver a la rutina del fin de semana corriente, éramos los mejores amigos, los más tiernos amantes, la mejor compañía para cualquiera.

A través de los últimos años pocas ocasiones había de salir de la ciudad en aquellas fechas señaladas, así que ambos, que estaban solos, empezaron a encontrarse esos dos días y a pasar la noche del jueves santo entre las sábanas tras hablar largo, largo y muy tendido sobre sus mundos, los que a cada uno los ocupaban. Dormían, y la mañana del viernes santo continuaban hablando hasta que uno de los dos se despedía del otro para el año próximo, en el que volverían a encontrarse en esos extraños días en los que todo se paraba a su alrededor y ni siquiera el ruido propio de la gran ciudad los acompañaba y ni los semáforos se iluminaban como siempre.

Aunque invariablemente llovía -otra de las características de aquellos días extraños, podía llover como nunca en esas cuarenta y ocho horas y dejar de hacerlo una vez pasadas las fechas, volver a lucir el sol como si nunca hubiera existido la lluvia- un año, sin embargo, no llovió y los dos días parecían no ser suficientes así que se arriesgaron. Uno dijo que por qué no verse ese mismo fin de semana, quizá al día siguiente, sábado, o al otro. Un cine, tal vez, aventuró uno de los dos.

Así, ese domingo se vieron y no supieron comportarse porque no sabían moverse con la cotidianidad del fin de semana que conocían por separado pero nunca juntos. Se comportaron torpemente y las palabras no fluyeron como debían, ni siquiera los pensamientos eran lógicos o coherentes, estaban demasiado pendientes de lo que debían responder o afirmar o a lo que asentir, así que al año siguiente, después de aquel domingo aciago, llegó la Semana Santa de nuevo y con ella los dos días ansiados que los unirían y volverían a separarlos, pero no se llamaron porque tenían miedo de después, de que el uno o el otro pudiera pedir más y eso los llevara inevitablemente a la distancia que da el sentirse lejos del que nos ama.

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