lunes, 30 de abril de 2012

El cajón vacío


Pocos son los que recuerdan algo de ese hombre. Llegó hará ahora quince años y trajo con él toda una riada de niños que lloriqueaban a su alrededor cada vez que llegaba a casa después de la jornada laboral.

Dicen que las cosas no les fueron mal durante unos años. Su mujer era enjuta y pequeña como él pero en sus ojos no había la chispa de vida e ilusión que él si portaba. Dos gatos completaban la familia. Se ovillaban alrededor de las piernas del hombre cuando sacaba la mecedora a la puerta tras la dura jornada y fumaba una pipa estrecha y larga con extraños símbolos tallados en la madera.

Fue a los seis años en España que el hombre empezó a toser y la mujer a hablar. Preocupada, comentaba con las vecinas el estado de su esposo, y si antes apenas había abierto la boca ni siquiera para reprender a los revoltosos niños que pudieran estar molestando, ahora no dejaba de quejarse y cabecear ante el que quisiera escucharla. Los ojos se le movían en las cuencas como los de un pájaro asustado, rápidamente, sin apenas parpadeo o tan veloz que no se distinguía.

Cuando la enfermedad se confirmó, ella dejó de hablar de nuevo y atendió al esposo cuanto podía. Pero enseguida tuvo que ponerse a trabajar para mantener la casa. A cargo del hijo mayor dejó a su hombre, que parecía encoger con el paso de los días.

Cada mes había un chequeo y nuevos medicamentos que recogían en el ambulatorio tras largas horas de espera en las que él acababa reclinando la cabeza en el hombro de ella mientras se decía que cuando estuviera mejor volverían a su país, no merecía la pena tanto sacrificio. Ella mantenía la mirada ausente, observando el infinito y no preguntándose nada, tan agotada por el trabajo de estar viva.

A los pocos años sucedió lo que nadie hubiera imaginado y no hubo medicamentos porque ahora había que pagarlos y era impensable obtener la cantidad que le pedían por ellos. Fue tan deprisa el cambio que no les dio tiempo a hacer las maletas y regresar para que él recuperara su salud  o muriera en su tierra. No tenían dinero suficiente para los billetes de todos, así que se quedaron, y una noche, al llegar a casa, ella se lo encontró a los pies de la cama, los dos gatos jugueteando con los niños, que parecían no saber. La madre les pregunto qué había pasado y ellos siguieron jugando porque no les habían enseñado a preocuparse. Solo el más pequeño señaló el cajón de las medicinas, que llevaba vacío varios días y levantaba los hombros y las manos como respondiendo no sé dónde se fueron a una pregunta inexistente, invisible, que cualquiera podría haber formulado.


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