martes, 28 de agosto de 2012

Las manos


Me gusta Paul Auster porque acaba contándonos lo que queríamos con ese toque imposible, algo surrealista, que hace los hechos de sus historias aún más posibles. La vida que narra en Diario de invierno, su último libro, es la de él mismo sin serlo, porque en el fondo podría ser la de cualquiera. Me explico.

Escribe sobre la cantidad de cosas que unas manos hacen durante una vida, acciones como subir cremalleras, dar palmadas en el hombro a alguien, tamborilear con los dedos en una mesa, pero también introducirse en el cuerpo de otro, acariciar otras pieles que no son la suya… Es decir, las acciones que la mano de cualquiera podría llegar a hacer. 

La mía no empuñaría nunca una pistola, no sabría hacerlo, aunque haya muchas otras que estén acostumbradas y lo hagan sin que les tiemble el pulso. Hay manos listas y manos tontas. Manos educadas y maleducadas, sabias e ignorantes. Mi mano sabe escribir, sí, pero no leer leer braille, ni operar. Las manos de los niños son pegonas y torpes. Cuando nos hacemos adultos ya no pegamos, no al menos una parte de la sociedad con un tipo de educación. Las manos de los viejos se llenan de manchas, tiemblan pero son hermosísimas. A mí me encanta mirar esa manos en las que se adivinan las venas y empuñan todo lo firmemente que pueden un bastón. 

Las manos dicen mucho de lo que han hecho. A mí me gustan las manos curtidas, de jabón Lagarto, de campesino, no las suavecitas de dedos largos de pianista, al menos no en un hombre. Las manos que realmente tienen contacto con las cosas saben tocar a las personas. El que acaricia un piano o las páginas de un libro únicamente, es un poco de mentira, o al menos está en contacto con una realidad que no me interesa especialmente. Me gustan las manos sabias, las que han hecho y tocado todo, las verdaderas. 

Por cierto, que recomiendo leer lo que han hecho las de Auster. En general, es un libro que habla sobre todos nosotros.

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