Me gusta Paul Auster porque acaba contándonos lo que
queríamos con ese toque imposible, algo surrealista, que hace los hechos de sus
historias aún más posibles. La vida que narra en Diario
de invierno, su último libro, es la de él mismo sin serlo, porque en el
fondo podría ser la de cualquiera. Me explico.
Escribe sobre la cantidad de cosas que unas manos hacen
durante una vida, acciones como subir cremalleras, dar palmadas en el hombro a
alguien, tamborilear con los dedos en una mesa, pero también introducirse en el
cuerpo de otro, acariciar otras pieles que no son la suya… Es decir, las
acciones que la mano de cualquiera podría llegar a hacer.
La mía no empuñaría
nunca una pistola, no sabría hacerlo, aunque haya muchas otras que estén
acostumbradas y lo hagan sin que les tiemble el pulso. Hay manos listas y manos
tontas. Manos educadas y maleducadas, sabias e ignorantes. Mi mano sabe
escribir, sí, pero no leer leer braille, ni operar. Las manos de los niños son
pegonas y torpes. Cuando nos hacemos adultos ya no pegamos, no al menos una
parte de la sociedad con un tipo de educación. Las manos de los viejos se
llenan de manchas, tiemblan pero son hermosísimas. A mí me encanta mirar esa
manos en las que se adivinan las venas y empuñan todo lo firmemente que pueden
un bastón.
Las manos dicen mucho de lo que han hecho. A mí me gustan las manos curtidas,
de jabón Lagarto, de campesino, no las suavecitas de dedos largos de pianista,
al menos no en un hombre. Las manos que realmente tienen contacto con las cosas
saben tocar a las personas. El que acaricia un piano o las páginas de un libro
únicamente, es un poco de mentira, o al menos está en contacto con una realidad
que no me interesa especialmente. Me gustan las manos sabias, las que han hecho
y tocado todo, las verdaderas.
Por cierto, que recomiendo leer lo que han hecho
las de Auster. En general, es un libro que habla sobre todos nosotros.
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