jueves, 23 de febrero de 2012

Te tocó

De todas las ciudades del mundo le tocó vivir en esa en la que no veía a sus hijos ni a su esposo al llegar a casa pues los horarios de trabajo eran infumables. Intentó acogerse a algún derecho pero ya nadie quedaba en la Sala de las Quejas, que anteriormente habían ocupado unos seres oscuros pero a veces eficaces que la ayudaban cuando estaba enferma o un familiar cercano tenía un problema y había de faltar durante unos días en la empresa, su sitio vacío esperándola impaciente.

Le tocó vivir en un tiempo en el que los hombres ya no se ilusionaban con las pequeñas cosas, y cuando hablo de pequeñas no me refiero a un iPhone, ni a un iPod, ni siquiera a uno diminuto, cuadradito, que hicieron del tamaño de la uña de su pulgar. Las personas se cruzaban sin mirarse y tenían los ojos rojos, pues ya no llovía y se iban secando inevitablemente. Probaron con colirios pero pronto ni eso sirvió, así que los habitantes de aquella ciudad fueron poco a poco perdiendo la visión y la ilusión, como decía, por las pequeñas cosas.

Ya no había nada por lo que salir a la calle a protestar ni por lo que ilusionarse, y al llegar los fines de semana muchos se daban cuenta ya en el metro, subidos al vagón como un día de trabajo más, de que era su día festivo y no debían ir a trabajar, pero como tenía tanto miedo de que los echaran –cada vez eran menos trabajando y por lo tanto más fácil conseguir a alguien que hiciera el trabajo de cualquiera, nadie era imprescindible– continuaban el trayecto a la oficina y hacían horas extras sin sentido. Muchos se adormecían frente a los equipos informáticos o babeaban sobre las mesas a la espera de que alguien les dirigiera la palabra. Ya no había nadie que les pidiera las cosas, eso también había cambiado, así que muchos iban y venían sin hablarse con nadie, ningún compañero, ninguna orden verbal, sin contacto humano visual, solo a través de los ordenadores y de rápidos mensajes a través de la piel les llegaban las notificaciones y la lista de tareas, gracias a un chip instalado en sus corazones.

Le tocó vivir de este modo y no protestó. Hasta el fin de sus días hizo lo que debía, pero poco antes de morir se preguntó si debería haber hecho lo que debía y no lo que quería, y entonces sí, las lágrimas le asomaron a los ojos secos, aunque ya era demasiado tarde.

No hay comentarios:

Publicar un comentario