Ella era la mayor
de seis hermanos y su madre se ganaba la vida vendiendo fruta. Con solo 17 años
tuvo la oportunidad de salir del país en el que vivía, asolado por las guerras y
el infortunio y viajar hasta Pekín, a los Juegos Olímpicos en los que
participaría.
Samia Yusuf Omar no
ganó medallas. De hecho fue la última de las corredoras en terminar la prueba
de 200 metros. Pero ella estaba feliz. Había conseguido, con tan solo diecisiete
años, representar a su país en unos Juegos Olímpicos rodeada de los mejores
atletas del mundo. Para ella fue una prueba superada.
Valiente,
luchadora, tenía que sortear en Somalia, algunas mañanas, las calles bloqueadas
por el ejército o las milicias, para ir a entrenar. Tuvo que soportar golpes e
insultos degradantes de los milicianos fundamentalistas. Ella misma declaró: “Los somalíes creen que
las mujeres que practican deportes son unas degeneradas”.
Cuando llegó a
Pekín su sueño se hizo realidad y se olvidó por unos días de una terrible dieta
de agua y pan y de dormir hacinada en un cuarto con otras personas. La vuelta a
Somalia la devolvió a la cruel realidad y decidió probar suerte en Italia a
borde de una patera que salía de Libia. Su madre vendió un pequeño terreno para
pagarle el pasaje. La patera naufragó y Samia se perdió en el mar en la
búsqueda de un sueño.
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