martes, 20 de marzo de 2012

De agua ciega

Las lágrimas le salían solas últimamente sin que pudiera detenerlas. Escondía un pañuelo bajo la almohada para poder secarse los ojos en cuanto estos se llenaban tanto de agua que resbalaban a la tela y le incomodaban el resto del sueño, las sábanas mojadas sin remedio ya durante el resto de la noche.

El pensamiento auguraba las lágrimas, se producía inevitablemente antes que ellas y siempre era el mismo, la nostalgia del amor inacabado. Se le dibujaba el rostro, después la sonrisa y más tarde veía nítidamente sus gestos, la cabeza hundida, el andar inconfundible, las perfectas manos tostadas, el olor de la piel suave.

Con cada nuevo detalle las lágrimas aumentaban y le impedían incluso respirar y el gemido se convertía en sollozo.

Una mañana, sin embargo, se despertó después de haber dormido ocho horas seguidas sin haber llorado y sin que el pensamiento hubiera aparecido. Le extrañó pero sintió que por fin lo había superado. Salió a la calle y no estaba ni triste ni alegre, ni temblona ni tranquila. No sentía nada, nada absolutamente, así que se sentó en un banco y esperó, deseando estar incómoda y ciega por las lágrimas, melancólica por el amor perdido e inacabado.

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