sábado, 2 de febrero de 2013

Se ríen

La semana que se acaba se apaga a trozos pequeños que se van desligando del cuerpo central sin quererlo. Como en una película de terror dramática, el dolor me incumbe y me aniquila en el momento en que decido implicarme. Son tan pocos ya los que lo hacen.

El jueves por la noche volví a casa en un vagón de metro ruidoso. Las voces de los borrachos apagaban el silencio de final de mes, del fin de muchas vidas que han dejado de ser y que hasta el día anterior tenían cómo mantenerse, qué hacer al levantarse, a dónde ir.

Comienzan etapas sin grandes aspavientos, duras como febrero y con pocas esperanzas para casi seis millones de personas en este país. El jueves vi irse a mucha gente querida. También el día anterior. Me pregunto hasta cuándo.

Muchos lo intentarán fuera y emigrarán. De los míos aquí ya no quedan tantos y los que están sufren en horarios infames que los asemeja a esclavos. Otros están a punto de irse porque no quieren ver la decadencia y la caída, el cambio, el enriquecimiento de unos pocos. Siempre fue así, te dicen algunos. Ya, piensas, pero no veías cómo te robaban y se reían en tu cara. No sentías el desaliento a cada paso. Los que aún trabajamos parecemos fantasmas entre los restos de un naufragio, guardando una tierra infame que los oscuros gobernantes nos arrebatan con herramientas que fabricamos para ellos cuando defendían al dictador y se oponían a la creación de esas herramientas que ahora los salvan.

Son esos los señoritos de toda la vida, los que se escudan en la muestra de unas declaraciones de renta en las que lógicamente no se verá reflejado lo cobrado en negro. Y así, se ríen de nosotros. Oigo las risas desde el vagón en el que vuelvo a casa el jueves hecha un trapo de cansada. Me escurro entre las sábanas y medito hasta que el sueño me derrota. Mañana será viernes, pienso. Iré a las clases de inglés en la Escuela Oficial, donde el mobiliario y la poca luz te da la impresión de estar en los años setenta. Es viernes a última hora, allí se detiene el tiempo. Los recortes se perciben también en cada pasillo y aula.

Y el viernes fue ayer. Me acerqué después a Génova a pesar del cansancio. El control policial impide pasar de Colón y en las calles aledañas tampoco se puede caminar. En el Paseo del Prado y de modo perenne continúan los furgones de la policía y no puedes caminar tranquilamente por la calle. Me acostumbro a esquivarlos cada mañana y nunca miro a los policías directamente a los ojos. No tengo miedo de su ira, sino de adivinar su vergüenza. Como la mía. Por estar aquí, por pertenecer a esto que se derrumba y huele a podrido.

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