jueves, 24 de enero de 2013

Las miradas y los gestos y los otros


Con el comienzo del año somos cada vez más los que de vuelta a casa, sobre todo entonces, nos miramos desde nuestros asientos del tren o el metro –utilizo ambos y voy alternando– para intentar adivinar el trabajo del otro, el que nos acompaña con gesto cansado en el retorno a altas horas de la noche.

El frío y la lluvia, la niebla o la nieve no pueden ser más simbólicos estos días. Como todas las precipitaciones posibles juntas, cayendo sobre nuestras cabezas y haciendo sufrir a nuestros cuerpos, enero nos moja y nos hiela, nos depara destinos impensables meses atrás, cuando parecía que el calorcillo y el sol fueran a acompañarnos siempre.

Te sientas y miras. Cómo el otro cabecea y se enfrenta a sus miedos con los ojos cerrados y el ceño fruncido. Cómo aquel se evade escuchando la música con sus auriculares a un volumen indecente que hace que los que le rodeamos podamos seguir el ritmo. Cómo una fila entera disfruta del mismo modelo de libro electrónico que le trajeron por Reyes.

Hay en todos un deseo de pasar desapercibidos al final del día que a veces es concedido. Se nos observa con menor detenimiento y nos mimetizamos con el asiento.

Siento –como percepción, no como disculpa– que enero podría reducirse al esfuerzo por recuperar el orden perdido a finales del año anterior. Volvemos a querer un ritmo y a necesitar que nos acompañen los hábitos, saludables o no, que marcarán el resto de los meses. Probablemente nos embarquemos en alguna compra a plazos y tengamos que reservar una cantidad mensual con la que no contábamos. Los afortunados incrementaremos tareas y gastos sin que afecte a nuestro descanso ni bienestar. Pero muchos no podrán ni llegar a terminar el mes sin una punzada de angustia, esperando que la rutina de no trabajar termine. Deseando que pasen las horas para que un día más pueda llevarlos al olvido de sí mismos. Son estos los que no se miran en el metro o el tren porque no tienen que cogerlo a diario. Y el pánico crece al no poder echar una ojeada a la sociedad de vez en cuando o tomar el pulso a los que nos acompañan cada día de vuelta a casa cuando deberíamos hacerlo como hábito. Salir por la mañana y volver por la tarde, estar permanentemente ocupados, ser útiles unas horas al día, darle un sentido a nuestras vidas y a nuestra existencia.

Los gestos y las miradas de los otros, sus hábitos, tan similares a los nuestros, nos hacen seres sociales y nos tranquilizan. No trabajar no es solo quedarse en casa sin ganar dinero. Aísla y entorpece, te hace asocial, extraño de ti mismo, aunque en los últimos meses somos más los que vamos y volvemos en metro y autobuses sorprendidos porque ya no están muchos de los que estaban. Cada vez somos menos y los sueldos más precarios, al menos en esa clase trabajadora media que se desangra de cansancio, desmotivada.


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