Con el comienzo del año somos cada vez más los que de vuelta
a casa, sobre todo entonces, nos miramos desde nuestros asientos del tren o el
metro –utilizo ambos y voy alternando– para intentar adivinar el trabajo del
otro, el que nos acompaña con gesto cansado en el retorno a altas horas de la
noche.
El frío y la lluvia, la niebla o la nieve no pueden ser más
simbólicos estos días. Como todas las precipitaciones posibles juntas, cayendo
sobre nuestras cabezas y haciendo sufrir a nuestros cuerpos, enero nos moja y
nos hiela, nos depara destinos impensables meses atrás, cuando parecía que el
calorcillo y el sol fueran a acompañarnos siempre.
Te sientas y miras. Cómo el otro cabecea y se enfrenta a sus
miedos con los ojos cerrados y el ceño fruncido. Cómo aquel se evade escuchando
la música con sus auriculares a un volumen indecente que hace que los que le
rodeamos podamos seguir el ritmo. Cómo una fila entera disfruta del mismo
modelo de libro electrónico que le trajeron por Reyes.
Hay en todos un deseo de pasar desapercibidos al final del
día que a veces es concedido. Se nos observa con menor detenimiento y nos
mimetizamos con el asiento.
Siento –como percepción, no como disculpa– que enero podría
reducirse al esfuerzo por recuperar el orden perdido a finales del año
anterior. Volvemos a querer un ritmo y a necesitar que nos acompañen los
hábitos, saludables o no, que marcarán el resto de los meses. Probablemente nos
embarquemos en alguna compra a plazos y tengamos que reservar una cantidad
mensual con la que no contábamos. Los afortunados incrementaremos tareas y
gastos sin que afecte a nuestro descanso ni bienestar. Pero muchos no podrán ni
llegar a terminar el mes sin una punzada de angustia, esperando que la rutina
de no trabajar termine. Deseando que pasen las horas para que un día más pueda
llevarlos al olvido de sí mismos. Son estos los que no se miran en el metro o
el tren porque no tienen que cogerlo a diario. Y el pánico crece al no poder
echar una ojeada a la sociedad de vez en cuando o tomar el pulso a los que nos
acompañan cada día de vuelta a casa cuando deberíamos hacerlo como hábito.
Salir por la mañana y volver por la tarde, estar permanentemente ocupados, ser
útiles unas horas al día, darle un sentido a nuestras vidas y a nuestra
existencia.
Los gestos y las miradas de los otros, sus hábitos, tan
similares a los nuestros, nos hacen seres sociales y nos tranquilizan. No
trabajar no es solo quedarse en casa sin ganar dinero. Aísla y entorpece, te
hace asocial, extraño de ti mismo, aunque en los últimos meses somos más los
que vamos y volvemos en metro y autobuses sorprendidos porque ya no están
muchos de los que estaban. Cada vez somos menos y los sueldos más precarios, al
menos en esa clase trabajadora media que se desangra de cansancio, desmotivada.
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