sábado, 27 de octubre de 2012

Crisis IV: Los que abandonan

Te levantas una mañana de sábado. El día es en realidad del mismo estilo al de ayer, huele igual, sabe a lo mismo y la tristeza es la de siempre en los últimos meses. Hubo un empeño por esforzarse cada mañana -desayunar, ducharse, vestirse y salir a la calle a buscar- al principio, cuando las cosas aún podían cambiar. Ahora podrían también, pero cada vez son menos los que así piensan después de casi un año de estrecheces y falsas esperanzas.

Hay al menos tres grupos sociales, de ciudadanos, de individuos para los que es lo mismo un día a otro y no distinguen entre un lunes, un domingo o un viernes (qué distintos para los que trabajamos): los indigentes, los jubilados, y ahora, últimamente, los parados, que aumentan escandalosamente su número y empiezan a ser un grupo más que numeroso. Uno de cada cuatro trabajadores, nada menos, entra en este desolador último grupo.

Desde un punto de vista psicológico el jubilado está descansando merecidamente después de una vida dedicada al trabajo, al menos en general esa es la percepción, por lo que no hay tortura por estar inactivo en ocasiones, por recibir una pensión ajustada, quizá, a lo que debería estar recibiendo. Pero no hay ansiedad porque no hay espera.Ya no se desea algo mejor, no se está esperanzado ante una posibilidad de empleo, por fin, después de más de un año inactivo, por ejemplo. No hay insomnio, no hay trastornos digestivos, ni de ansiedad, ni depresiones, no se tira la toalla, no se abandona.

El parado puede levantarse una mañana de sábado y olerle el mundo como cualquier otro y saber que no va a encontrar, nunca jamás, un trabajo. Es mayor, tiene aproximadamente unos 52 años, la formación tan costosa adquirida con esfuerzo no vale, es viejo, se siente viejo. Abre ese sábado una ventana y se precipita al vacío. Y entonces el mundo calla pero nadie comenta. Aparecen ahora los primeros, algún periodista se atreve a contar en una noticia breve y no demasiado llamativa, en el rincón del diario, en las últimas apariciones de una publicación digital. El suicidio sigue siendo un tema tabú. No entendemos a los suicidas, aunque quizá, y debido a este escandaloso ataque a la dignidad del ciudadano, empecemos a entenderlos mejor.

El suicida tiene un problema mental que no ha podido solucionar porque no ha recibido ayuda. El psiquiatra de la Seguridad Social atiende una vez al mes a un paciente con depresión, no puede haber un seguimiento mayor, por lo que cualquier tratamiento continuado es directamente imposible. Por ello, la mayoría de los que de verdad pueden curarse estarán acudiendo a terapia con un médico privado. Los precios son escandalosos, así que la mayoría acude una vez -si es que lo hace-, recibe unas pastillas y un buen día deja de tomarlas o sencillamente, al no haber terapia acompañando a los medicamentos, decide terminar con el tormento, la angustia, el sufrimiento que provoca una depresión.

El trabajo, como el deporte o el amor  es terapéutico. Una persona debe sentirse útil en algo para desear vivir. Sentirse acogido en sociedad pasa por tener un trabajo. Compadecemos a los que no trabajan pero son un poco apestados, los dejamos de lado, no vaya a ser que nos contagien.

Entiendo lo que está pasando, esos suicidios, y todos tenemos que saber que suceden, que algunas personas están desesperadas y optan por quitarse la vida. La desvergüenza de este gobierno dictatorial que no deja decidir a las personas, condena el aborto, la eutanasia, el suicidio. Hay que vivir a toda costa para que puedan chulearnos, humillarnos, ningunearnos, cosificarnos. Pues no, pese a quien le pese, y ojalé les pese a ellos, a los verdaderos culpables que están dejando al país enfermo para siempre, nosotros decidimos sobre nuestro cuerpo, nuestra vida, nuestra decisión de ser o no desdichados, de abandonar y tirar la toalla.


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