El jueves empecé a bailar swing. Sí, esa música deliciosa que de pronto puede volverse alocada y hacerte sacar lo mejor de ti. Hago mucho deporte durante la semana por eso de las endorfinas,mesos chutes de felicidad que genera el propio cuerpo y que me dan la vida. Y mira por dónde el swing me provoca lo mismo y me lleva un paso más allá porque la música, además, tiene ese poder terapéutico que te remueve y te hace ver la vida mejor. Vamos, que terminé sudada y con nuevos amigos y un buen rollo que no me entraba en el cuerpo. Me desperté moviendo los pies y con la música en la cabeza.
Empezamos suavecito, "botando", como dice Cris, la profesora, una mujer pequeñita y adorable que parece sacada de los años 30. Después un par de pasos sencillos que pillo a ratos, pero después pierdo. Dos horas bailando. Un chico de los que van habitualmente me saca a bailar y me dice que no se nota que sea mi primer día. Sudamos. La gente para. Yo no puedo. Estoy en muy buena forma, no necesito descansar. De diez a doce de la noche. Empapada en sudor me despido de mis nuevos compañeros de baile, ellos siguen, otros se van también. Cojo un búho en Atocha que me lleva a casa en cinco minutos. Me meto en la ducha, me seco el pelo. Es la una y media de la mañana. El viernes me despierto rota pero con el swing loco en el pecho y en las piernas, lo siento, lo tarareo, practico los pasos aprendidos anoche mientras me arreglo para ir a trabajar. ¡Me siento chica swing!
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