Las casualidades que llenan un día cualquiera y rebasan el
cupo se quedan en el corazón. Puedes tener una, dos, hasta tres coincidencias,
pero cuando aumentan no hay más opción que conmoverse.
Coges un libro de la estantería y de su interior resbala una
fotografía del abuelo, que buscabas hace tiempo y en la que pensaste esa misma
mañana al levantarte, que dónde demonios estaría. Coges el metro y te adormeces
incluso de pie, agarrado a la barra. Recuerdas cómo te sujetaba aquel chico
cuando ibais juntos en el vagón y no había sitio para sentarse. Al llegar a la
siguiente parada lo ves. Está mucho más viejo y piensas que qué bien no estar
ya con él, el gesto tan adusto, no parece feliz.
Por la tarde ya, piensas en las lentejas de mamá y al llegar
a casa te encuentras que ha dejado un táper para ti en la portería con una
notita que dice ”No dejes de comer”, porque sabe que últimamente andas triste y
cansada y se preocupa. Son lentejas, claro, con su cebolla y su zanahoria, como
siempre.
Hasta aquí el día ya está cargado de coincidencias, bonitas
o extrañas, quizá las dos cosas. A partir de ahí, todo lo que venga será mucho
más raro, insólito y deslumbrante de lo habitual.
Estás en la cama y te gustaría que él llamara, que te contara
qué día ha tenido después de tantos meses sin saber de su vida. Suena el
teléfono (vibra, en realidad, no quieres que el sonido te altere a esas horas).
Lo coges casi cuando ha colgado. “Solo quería decirte que…” Y el resto da lo
mismo porque el hecho es que te ha llamado y te ha cambiado el día, y las
coincidencias rebasaron su cupo y tú eres mucho más feliz y poderosa.
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