jueves, 11 de julio de 2013

Los pre-viajeros

A punto de iniciar un viaje, por pequeño que sea, se produce un examen de conciencia y se ordena uno por dentro y por fuera. El simple hecho de guardar la cartera, revisar el horario de salida en el billete, apagar luces y hacer una bolsa o maleta implica una atención al mundo, ya que de él dependemos en las próximas horas para llegar a nuestro destino.

Los placeres del pre-viaje son a veces mayores que el viaje en sí. Estoy tan atenta a la emoción que muchas veces ni leo, ni escucho música, ni veo películas ni escribo. Solo pienso y dormito, dos de mis actividades favoritas en los viajes. Y esos pensamientos vagos, a veces nos llevan a grandes y productivas conclusiones, y sin querer solucionamos un problema, o percibimos la solución, al menos.

Después nos entra hambre.  Cuánta hambre en un viaje. ¿Por aburrimiento, por ansiedad, porque sí? Da igual, pero en un vuelo puedes devorar una bolsa de gominolas. En un viaje en tren más de una tableta de chocolate y en uno en barco... Ummmm, este no me lo sé.

Odio viajar en autobús y el coche no me fascina, no puedo leer y me marea, aunque he de reconocer que cuando cojo ritmo puede ser excitante. Recuerdo un viaje en coche desde Madrid a París en pleno mes de agosto, sin aire acondicionado y con un sol de justicia inolvidable. No lo recuerdo duro, lo recuerdo hermoso y luminoso. Así son los recuerdos de los buenos viajes.

Los previos a una salida veraniega son momentos únicos aunque volvamos pronto. Son la novedad que necesitábamos, ese pequeño cambio de espacio para que el mundo, el nuestro, nuestro micro mundo personal, parezca distinto. Y es que lo es. A la vuelta de un viaje ya no somos los mismos, aunque solo hayamos ido ahí al lado, donde el mundo es otro también.

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